Navidad, 80's, enero, menor de tres hermanas y llega el niño Dios con 3 regalos, dos pares de patines de cuatro ruedas y una muñeca casi igual de alta a mí, que aún conservo.
Yo lograba entender que mis hermanas podían patinar por ser más grandes y era feliz jugando al frente de mi casa, con una cobija y una camita para dormir a mi muñeca, pero las ganas de querer tener unos patines, era un sentimiento inevitable.
Casi 3 años después, ellas seguían creciendo y mientras yo trataba de amaestrar sus patines, mis papás compraban una bicicleta perfecta para nuestra época: una clásica monareta. Tenía de todo, un sillín con un espaldar muy alto, corneta, bocina o claxon que tenía un sonido muy particular, una cesta o canasta para llevar juguetes, espejos retrovisores, parabrisas, pedales con un solo engranaje y dos ruedas estabilizadoras. Por supuesto el momento en que tu padre te suelta sin tener las ruedas laterales estabilizadoras, eso, se vuelve algo inolvidable. Aunque los patines de cuatro llantas ya no eran de mi interés, porque además de que me quedaban grandes y aunque me tocara golpear un pedal con fuerza para que el otro llegara, la nueva bicicleta me hacía sentir invencible haciendo de éste, ahora un momento único.
Los niños pasaban y yo iba muy orgullosa con mi súper bicicleta a menos de 10 km/h, pero pasaba el tiempo, la moda llegaba y ahora yo quería una bicicleta cross, una más veloz, más bonita, más moderna. Tratando de hacer parecer la monareta a una cross quitándole todos los accesorios, y mentalmente creyendo que lo estaba logrando, me llené de valor para pedir formalmente una bicicleta nueva. Era el 4o cuarto de primaria, (no hace mucho pero calificaban con letras), yo debía sacar E (excelente) en todas mis notas para lograrlo, pero una B, me dañó mi esfuerzo y me resigné a no insistir, ahora usaba la bicicleta de mi vecina, no era mía, pero no importaba, esa era más rápida.
Las calles empinadas de un pueblo llamado Zapatoca en Santander, y las bicicletas de mis primas, me hicieron obtener todos los morados, raspaduras y cicatrices suficientes para volverme una aficionada a ese deporte. Como el viaje a ese pueblo bonito era una vez al año, los juegos de niña pasaron a un segundo plano y 15 años después por las calles de Villa del Prado aprendí a manejar un carro, era blanco, setentero, con vidrios mecánicos y de un amigo que sufría cada vez que yo lo manejaba.
Finalmente pasé por Chevrolets, Fords, Renaults y Volkswagen que me hacían sonreír, pero no me hacían tan feliz como mi meteoro... o mi Loli como le puso mi sobrina: mi primer carro!: negro, tranquilo, fugaz, con todo los accesorios que los patines y las bicicletas soñadas podrían tener.
Una insistencia de mi media naranja repitiendo una y otra vez: "decídelo, cómpralo, es uno de tus sueños, qué esperas?!" me hace pensarlo. Es así como un día llegan mis ángeles guardianes, incluyéndolo a él y me ayudan a decidirlo. Me llenan de valor y de poder. Ese poder de manejar mi propio carro, experimentando momentos que todo conductor novato disfrutó: prenderlo, acelerarlo, sentir el viento del "soonruf", controlar el vértigo y disminuir la velocidad, marcar direccionales, salir a la autopista mientras llueve, usar el limpia brisas trasero, usar el aire acondicionado, bajar los vidrios eléctricos mientras sale el sol, subir el volumen y cantar a grito herido, recoger a quien amas, llevar a tu familia, ir a un centro comercial y recibir el tiquete de venta, parquear con cuidado y en reversa, recordar en qué sótano lo dejé, salir en primera por una subida que parece de 90 grados, ver el bombillo del tablero que indica que debes correr para encontrar una bomba de gasolina, abrir el baúl en vez de la tapa de la gasolina, lavarlo, policharlo, comprarle un ambientador, pegarle el sticker de la manzanita, grabar tus emisoras favoritas, hablar con el manos libres durante el trancón, manejar sin tacones, cargar miles de paquetes en la silla trasera, perder un arete entre las sillas, bajarse del carro y activar la alarma... bip, bip... en fin!
Tantos momentos, que es ahí donde termina uno de esos días... pueden ser como los de cualquiera que tiene un carro, pero mientras pasa el tiempo y yo llego a esos momentos rutinarios, para mí siguen siendo días felices teniendo la satisfacción de manejar un "juguete" que me ha ayudado a llegar a donde he querido. Uno que deja de ser un objeto, a ser un punto de responsabilidad y conciencia para cuidar mi vida y hacer lo que yo quiera cada vez que lo decido.