miércoles, 9 de febrero de 2022

¿Cuándo se jodió Vargas Llosa?

Era octubre. La cita empezó a las once de la mañana, con un café, una pantalla de computador y un cuaderno de apuntes. Escribí en mayúscula el nombre de la clase y la encerré con un marcador de color azul para diferenciar fácilmente los apuntes de hojas llenas de anotaciones importantes sobre la escritura. “El cartón de la maestría se llama disciplina lectora, disciplina escritora” afirmó el escritor, periodista y profesor de la clase. Me acomodé en la silla con algo de preocupación por el énfasis en esa afirmación que requería un alto nivel de compromiso de mi parte pero seguí escuchando atenta. La clase continuó con la definición del autor a tratar, que sin duda estaba alineado con los principios de la asignatura y sorpresivamente aumentaron mis expectativas cuando el profesor mencionó que estudiaríamos la obra de Mario Vargas Llosa. Fue así como iniciamos un transcurso de profundos análisis sobre algunos de sus libros, ensayos y entrevistas. 

En ese recorrido empecé a descubrir a un autor cargado de voces latinoamericanas que me llenaron de un montón de dudas y preguntas. ¿Cómo un escritor despierta un interés desde tan joven y tan profundo sobre ambientes políticos, clases sociales, diferencias económicas y comportamientos humanos? ¿Podría yo como “joven novelista” encontrar respuestas en un autor que al parecer no evidenciaba en su obra la intención de contestar preguntas sobre mis intereses como escritora?. Pensé que necesitaría una respuesta del autor que me explicara por qué entre más me adentraba en sus historias, más me desconectaba de su humanidad. Tal vez entre líneas más adelante lo encontraría.

Mario Vargas Llosa considerado uno de los más importantes novelistas y ensayistas contemporáneos, reconocido por numerosos e importantes premios como el destacado Nobel de Literatura 2010, enfatizaba constantemente sus posturas políticas en su obra y se cargaba de un veneno constante de los comportamientos humanos convertidos en animales que cortaban de manera radical mi diálogo con él como persona y como escritor. Tuve la oportunidad de analizar su recorrido desde su ciudad natal donde parecía untar sus manos con la sangre de las dictaduras, la podredumbre de los ambientes militares, rodeados de corrupción y manipulación, hasta los lugares más recónditos de selvas humanas que como caníbales se iban destruyendo unos a otros a partir de diferencias en pensamientos políticos y religiosos. Debo reconocer que en varios momentos me agoté por la manera como relacionó su país con mujeres ganosas que prostituían sus vidas y se contagiaban de frustración. Aunque esa era su intención, era inevitable no ponerle una cara militar a “Los inconquistables que entraron como siempre: abriendo la puerta de un patadón y cantando el himno: eran los inconquistables, que no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear”1

Tal vez su formación y trabajo periodístico permeó de manera tan profunda, que la posibilidad de poder acceder a la información de las calles y su propia decadencia, de los militares y la corrupción, del gobierno y sus incoherentes leyes, le dieron material suficiente para crear historias que serían un motivo de controversia. Por lo menos conmigo ya tenía una fuerte discusión. En ese momento empecé a ver al autor caer en su propio juego de envidiar el poder y tener la última palabra, y lo vi prostituido en el facilismo del escándalo social con su narrativa tan cruda y contundente. Desacredité por primera vez su obra, reconociendo que la humanidad necesita un morbo constante de nuestro comportamiento, pero que ya era suficiente con las noticias y lo que veo a mi alrededor para tener ahora que leerlo de alguna manera, condicionada en una clase de maestría. Afirmé en mi mente que el autor colgaba la ropa sucia de un país, en las cuerdas del frente de su casa para que las personas sintieran el hedor y así tuvieran razones para hablar de ella, de la ropa sucia de la casa. No importaba qué dijeran, lo importante era que hablaran.

Intentando desconectarme de las percepciones personales y tratando de abarcar su narrativa, me adentré en los ejercicios propuestos por el profesor y descubrí en mi escritura, que realmente era un reto sacar la ropa sucia para entender la intención del autor. Pero nuevamente me resistí a entender su éxito cuando tocó las fibras más sensibles de mi lectura: las afirmaciones sobre la existencia de Dios. Sabiendo que el autor estudiaba detalladamente los contextos históricos, políticos y religiosos, me seguía sorprendiendo con su ironía el lenguaje que utilizaba para hablar de la moral, la razón y el universo espiritual. Nuevamente dejé de ver la obra en su estructura y me centré en la pregunta constante que me repito cuando leo a un autor con el que no comparto algunas de sus afirmaciones: ¿Qué tiene en el corazón o en la mente Mario Vargas Llosa, que no le permite sembrar en el lector algo que no esté cargado de tanto odio y de dolor? Fue entonces cuando empecé a recrear un tablero de fotos conectadas con hilos sobre una pared para lograr entenderlo. Entendí que Vargas Llosa necesita ver para creer, supongo que por eso se hace llamar agnóstico. Y en ese momento me hice la misma pregunta que él le hizo a la vida: ¿Cuándo se jodió el Perú? 2 o mejor… ¿Cuándo se jodió Vargas Llosa?. 

“Lo peor era tener dudas y lo maravilloso poder cerrar los ojos y decir Dios existe, o Dios no existe, y creerlo.”3  Sin duda en ese momento pensé que esa frase descrita en su libro “Conversación en la catedral”, era la muestra de la pelea interna que él tenía con el único que podía quitarle su lugar. Un Dios en el que muchos creen e idolatran de manera desmesurada y claramente él no iba a alcanzar. Pero como es él, rebelde, persuasivo y con el deseo de querer más, hizo una jugada maestra para obtener ese poder que tanto criticaba y pensé que esa sería la razón por la que decidió lanzarse a la política como candidato presidencial. ¿Qué más que tener el poder al que tanto mencionaba, enfatizaba, describía e idolatraba irónicamente en su obra, siendo presidente de un país que veía lleno de lepra?. Esa sería una batalla ganada que ningún escritor podría superar. Nadie sabía tanto de política como él. Ni siquiera sus escritores rivales que aunque parecía admirar como Gabriel García Márquez y que sutilmente intentó desprestigiar al considerar que la ficción que él fabricaba, suplantaba en cierto sentido el poder de Dios, podría bajarlo de ese pedestal. Pero como el don y la virtud de Vargas Llosa es ser escritor y no una figura política, me hizo creer que por esa razón perdió las elecciones y nuevamente le tocó volver a su escritura y a centrarse en su obra. 

En 1993 escribió su autobiografía “El pez en el agua” que seguí viendo como una oda a su egocentrismo. Personajes como El Tío Lucho descrito como si fuera un patrón y la rigurosidad de su padre, me hacían creer que mientras siguiera compitiendo con esa sed de superioridad como escritor, definitivamente yo no me iba a conectar realmente con él como ser humano ni como persona. Pero analizando detalladamente su niñez sin su padre biológico, la pérdida de su inocencia luego de pasar por la Academia Militar Leoncio Prado en 1950 y el cariño de su madre y su familia, descubrí que realmente lo que el autor hizo con “La guerra del fin del mundo” no fue cuestionar los principios religiosos, sino expresar su frustración por ser reconocido. Describió parte de la condición humana por la incomprensión de marginados en la sociedad, que deseaban recuperar la dignidad y la visibilidad como personas comunes y corrientes. Logró rescatar la capacidad que tenemos para adaptarnos a situaciones difíciles y reconoció que tenemos la Fe suficiente para superarlos. Haber entendido que su motivación venía de un ejercicio periodístico que lo apasionaba y al mismo tiempo lo lastimaba, lo había llevado a contar la historia social y política de su país y de Latinoamérica de la manera más real posible. Entendí su dolor. Aunque sin duda el ego seguía permaneciendo entre sus líneas (porque no entraré en discusión con su manera impecable de narrar) y luego de leer “Cartas a un joven novelista”, la imagen que tenía de un escritor que buscaba la adulación, se desbarató en mi mente como un castillo de naipes. La solidez con la que declaraba mi incompatibilidad de pensamiento con Mario Vargas Llosa se esfumó al leer algunas de sus citas que más me sorprendieron: “El juego de la literatura no es inocuo. Producto de una insatisfacción íntima contra la vida tal como es, la ficción es también fuente de malestar e insatisfacción”. 4  

Sin querer, yo me había convertido en uno de esos militares o políticos que tanto desprecié en algunas de sus obras. Era yo la que estaba jodida, no era Mario Vargas Llosa.  Me había untado del mismo poder leproso al destruir sus escritos solamente por no dejarlo ser libre como escritor, de juzgarlo por sus creencias religiosas. “Bajo su apariencia inofensiva, inventar ficciones es una manera de ejercer la libertad y de querellarse contra los que –religiosos o laicos- quisieran abolirla”.5 Sin duda el poder de sus palabras ficticias estaba tan bien escrito, que me hacía creer que sus historias eran completamente reales. Ese es, fue y sigue siendo el gran don de Mario Vargas Llosa. 

“Si las palabras y el orden de una novela son eficientes, adecuados a la historia que ella pretende hacer persuasiva a los lectores, quiere que decir que hay en su texto un ajuste tan perfecto […] que el lector […] quedará tan sugestionado y absorbido por lo que ella cuenta que olvidará por completo la manera como se lo cuenta, y tendrá la sensación que ella carece de técnica […]. Ése es el gran triunfo de la técnica novelesca: alcanzar la invisibilidad”.6 

Gracias a este ejercicio, al profesor Nelson Fredy Padilla y a mi discusión con Mario Vargas Llosa, pude entender la obra de un Nóbel de literatura, que como él afirmó: “no estaba esperando ese reconocimiento”, pero sin duda es merecedor por su incansable y permanente publicación de sus escritos llenos de tanta historia, imaginación y cuestionamientos sociales año tras año. Demuestra que su capacidad de alcance narrativo es producto de horas de esfuerzo, estudio, riesgo, voluntad, terquedad, esfuerzo y sobre todo disciplina. Los anhelos de un escritor no deben ser juzgados, porque ahí nacen las expresiones más profundas; no importa sin son insatisfacciones o sueños, simplemente son ficciones que motivan a jóvenes novelistas que necesitan expresión y libertad. 

Como Vargas Llosa afirmó: me llevo todo lo que dijo en su carta tratando de “olvidarlo”, pero me quedo con la mejor tarea de esta clase de Grandes Escritores del Siglo XX descrita en su libro Cartas a un joven novelista: “La tarea creativa consiste en la transformación de aquel material suministrado al novelista por su propia memoria en ese mundo objetivo, hecho de palabras, que es una novela”.7  


* Ensayo para la clase de Grandes Autores del Siglo XX  de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.


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1 La Casa Verde
2-3 Conversación en la Catedral
4-7 Cartas a un joven novelista