viernes, 31 de marzo de 2023

El ídolo al otro lado del espejo

Pasé la mano por el espejo para limpiar el vaho y empezó la escena de terror. Pensé que debía estar soñando. No era posible que la persona al otro lado del espejo no fuera yo. Salí del baño tropezándome con el marco de la puerta y gritando hacia la sala para verme en otro espejo y comprobar que no era cierto. Me vi pero borrosa; mi cara y mi cuerpo aparecía y desaparecía al otro lado del espejo. Sentí confusión pero un poco de alivio, pensé que necesitaría gafas, que estaba teniendo un momento de locura o de pánico. Regresé al baño y encendí al luz pero el vaho seguía mostrándome otra cosa. Mi cara era la cara de él. Grité otra vez y busqué el teléfono para llamar al Señor. Me había quedado sin batería y ese día no podía salir de mi casa. Cruzar la puerta era posiblemente morir en menos de quince días por el virus que estaba matado a miles de personas. Maldije la pandemia. Aún así estuve a punto de abrir, pero reaccioné; sabía que salir a cualquiera o a ninguna parte por puro miedo, era una completa estupidez. Me sentí impotente y vi mi corazón saltando como una pelota de tenis por debajo de mi piel. Respiré profundo, cerré los ojos y volví nuevamente al baño. Entré despacio y me asomé con cautela hacia el espejo. El terror se apoderaba de mí. 






Ahí estaba nuevamente él mirándome como si se hubiera disfrazado con mi alma. Puse la mano sobre el espejo y empecé a llorar. Quería romperlo. Nada tenía sentido, ¿Cómo era posible que mi cara no fuera la misma al otro lado? Tenía urgentemente que llamar al Señor, así que conecté el celular a la corriente y esperé una eternidad. Segundos infinitos que mostraban una pantalla negra hasta que por fin apareció la manzanita. Encendió y me pidió reconocimiento facial para desbloquearse pero no reconoció mi cara. Así que tuve que entrar con la clave numérica de ocho dígitos. La fecha de mi matrimonio. Se desbloqueó y marqué el primer número de teléfono de mis favoritos. Pensé que el Señor contestaría porque él era quien podía resolverme mis problemas, sobre todo el de mi cara perdida en el espejo del baño. Timbró varias veces hasta que la llamada se fue a buzón. Lo intenté nuevamente y nada. El tono de espera retumbaba mis oídos y mis manos seguían temblando como gelatina. Jamás llamo más de dos veces a alguien en un sólo intento, pero esa era una emergencia y estaba desesperada de mirarme y no ver mi verdadero rostro. Además él me contestaría cuando viera mi insistencia y me ayudaría. Por fin en la tercera llamada me contestó.

-¿Qué pasó? me dijo con desespero. 

-¿Con quién hablo? le dije. 

Alejé el teléfono para revisar el número y verificar que no me hubiera equivocado.

-Cómo así ¿Por qué me llamas de nuevo? Te llamé, hablamos hace menos de 15 minutos y te dije que iba a almorzar con unos colegas de trabajo. Me tocó salirme del restaurante para contestarte. ¿Qué es lo que pasa? ¿No te dije acaso que era un almuerzo importante? ¡Por favor!

Ese tono de fastidio de mi esposo al escuchar mi voz claramente no era la voz del Señor. Efectivamente me había equivocado. Sentí rabia pero no fui capaz de contestarle como debía. Le pedí disculpas y le dije que no quería molestarlo, que tal vez yo estaba loca, pero que había algo raro que me estaba pasando con el espejo del baño. La conversación no duró más de tres minutos. Me dijo que fuera al sicólogo, que buscara ayuda y que tenía que volver a la mesa porque Raúl lo estaba esperando. Colgamos, cerré la tapa de la cisterna y me senté encima de ella. Había perdido el número de teléfono del Señor. Empecé a llorar y no sabía qué hacer. No entendía por qué en ese espejo no aparecía mi cara. Luego de un par de unos minutos me calmé y me sequé las lágrimas con papel higiénico. Me sentí estúpida y más loca que nunca. En ese silencio me levanté de nuevo con valentía para ver la carota que salía al otro lado del espejo. Estaba decidida a enfrentarla. Pero como si la escena de terror hubiera terminado, ya no era la cara de mi esposo, esa había desaparecido y ahora era la cara del Señor. Sonreí y le pregunté. 

-¡¿Qué pasó?! ¿Por qué no pude verte, ni hablar contigo? ¿Dónde estabas?

Él sonrió y me habló con amor, con firmeza y con una sensatez que nunca olvidaré.

-Porque mientras te mires al espejo y tu ídolo sea tu pareja y no yo, te perderás en el otro, tanto, tanto, que serás irreconocible, simplemente no podrás verte. No podrás verme. Pero tranquila, no estás loca, sal a la calle; mira al cielo que ahí estoy para escucharte, como siempre. Cierra los ojos y deja que la luz del sol te permita verme.


*Consigna día 4 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Andreina: ¿Cómo se puede llegar a sentir una persona que se convierte en aquella que siempre ha tenido en un altar? La consigna consiste en escribir un relato en el que una persona se levante, se mire al espejo y no se reconozca. Lo que le devuelve el espejo es la imagen de su ídolo.

jueves, 30 de marzo de 2023

Poesía de otoño

Tail of the Dragon o la Cola del Dragón es una ruta en pleno parque nacional entre Tennessee y Carolina del Norte conocida también como US 129. Tiene 318 curvas en un tramo de más de 17 kilómetros y algunos dicen que es la mejor carretera de los Estados Unidos. Cuando me hablaron de ella me imaginé un montón de curvas intensas para conductores expertos y amantes de la velocidad. 

La hora de salida era a las 7:00 am. Hacía frío porque estaba terminando el otoño. Más de 20 carros encendidos quince minutos antes del  arranque, estaban parqueados al frente del hotel. Cada año un grupo de hombres se reúnen para vivir esa experiencia con olor a gasolina, radioteléfonos y tacómetros a reventar. Los pilotos se llenan de adrenalina manejando sus autos clásicos a través de una ruta de asfalto, pero que en mi mente está llena de castillos, dragones y princesas. Mi única tarea era ser la copiloto atenta a la caravana y por supuesto pendiente de no perder el equilibrio, porque decían que al final del día terminaría con vértigo, por el desplazamiento de los cristales diminutos e internos de mis oídos. Me sentía preparada, emocionada y ansiosa por conocer la famosa ruta del dragón. 

Antes de arrancar él me dijo que sentía algo extraño en el carro, pero mi optimismo me hacía creer que esa mañana de otoño soleada, sería la ruta perfecta y que nada fallaría. Pero no fue así. Nueve kilómetros de ruta y el auto como si estuviera bravo con su dueño, decidió no andar más. Once minutos después una grúa estaba alzando nuestro carruaje sobre una plataforma con cadenas, como si la magia se hubiera acabado. En ese momento la frustración de no poder conocer al dragón, de no sentir el rugido de las llantas y separarnos de todos, nos llenó de tristeza e impotencia. "A veinte minutos conseguimos un taller" nos dijo el conductor de la grúa que nos recogió. Mientras nos llevaba lentamente por la carretera al lugar que me imaginaba lleno de aceite, overoles y bayetillas colgando de los bolsillos de hombres grasosos, empecé a ver cómo las hojas caían lentamente sobre el panorámico. Por un momento me imaginé que el dragón estaba durmiendo y que ese no era el día para conocerlo. No había velocidad, el viento no se estrellaba sobre nosotros y la luz del sol aparecía como una melodía por entre los árboles. El conductor se salió de la carretera y nos fue llevando en medio de los árboles hasta la entrada de una cabaña con algo que parecía un establo. Bajó el auto, nos indicó que en breve llegaría el dueño del taller, nos dio la mano, se despidió y se fue. El único sonido que se escuchaba era el de los troncos balanceándose con el viento. Nuestros pasos cortos alrededor de la cabaña se mezclaban con las hojas quebrándose en el suelo. Levantamos la mirada y ahí estaba una de las imágenes más hermosas que he visto en mi vida. Árboles de otoño con pinceladas naranjas, amarillas rojas y cafés. Parecían pintados por la llama del fuego del dragón. 

Algunas hojas se soltaban como bailarinas que iban cayendo sobre mi cabeza, en medio de un bosque que me hacía sentir en un cuento de hadas. Pensé que ese sería el mejor recuerdo en el viaje del Tail of the Dragon. Pero un año después, luego del fin del siguiente verano, nuevamente íbamos andando en medio del otoño. Esta vez estábamos más preparados, con llantas nuevas, repuestos de emergencia y con el carruaje más brillante que nunca. En medio de la caravana mientras el choque del viento levantaba las hojas del suelo a más de cien millas, yo recordaba los minutos del 911; el momento del año anterior en el taller en medio del bosque. Como si el dragón hubiera escuchado mis pensamientos, la ruta se convirtió en algo grandioso. Las curvas eran como su cola que nos llevaba hasta la cima. El pavimento y los árboles como cuevas encima de él, dejaban ver perfectamente la anatomía armónica y cromática del dragón. Verdes degradados con la luz del sol entrando por las ramas. Destellos, por todas partes y hojas bailando con nosotros mientras hacíamos la ruta que nos había estado esperando. "Hacía muchos años no sentía algo como esto" me dijo él y sus palabras fueron como la voz de la naturaleza. 

Una poesía de otoño que jamás olvidaré y que me hizo sentir la magia del aire, los árboles y la tierra. Me sentí como una verdadera princesa.


*Consigna día 3 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Jingjing: relatar una experiencia de conexión con la naturaleza. Describir la escena, armar con palabras la imagen, contar lo que esa experiencia le produjo al personaje.

miércoles, 29 de marzo de 2023

La fuerza del Jedi

Me había jurado nunca vivir fuera del país. Y ahí estaba, sentada en un vagón del metro con la ciudad a mi espalda y teniendo de frente a un montón de desconocidos. A nadie le importaba si estaba peinada, con pantalones naranja o si mi pelo era rojo. Aunque el olor de la mañana era frío, como el petricor de la tierra secada por el viento luego de un aguacero, me gustaba cerrar los ojos y reconocer esa ciudad de sol radiante. Entraba casi de frente y golpeaba mi cara en medio de la velocidad de los árboles que intentaban cubrir la luz. Me movía despacio como si los rieles flotaran y no extrañaba el transporte urbano ni los huecos de mi ciudad. 

Aunque los que estaban sentados a mi alrededor hablaban mi mismo idioma, sus preocupaciones no eran sobre la seguridad del celular, el recibo de la luz o el mercado que se había acabado. Parecían preocupados por llegar a tiempo al trabajo, por terminar el libro o por mantener sus audífonos conectados a sus orejas. Observarlos con tanto detenimiento ponía nerviosos a los niños, que parecían leer mis pensamientos mientras yo los miraba con el anhelo de haber sido mamá. Uno de ellos tenía los ojos azules como el cielo, como los de mi abuelo. Lo llamé Jedi. Llevaba puesta una camiseta de Star Wars con la fuerza estampada sobre él. Recordé a mi mejor amigo y entendí porqué se había ido años atrás a más de dos mil cuatrocientos kilómetros de la vida de una ciudad tan caótica como Bogotá. Él era fanático de esas películas con personajes con forma de pescado, ciudades polvorientas y rayos láser. 

El niño me miraba de reojo porque mi sonrisa aumentaba cada vez que buscaba la manera de conectarse conmigo. Le hice una seña con mis manos acerca de su camiseta. Le dije que me gustaba con mis cejas y mi dedo pulgar. La madre del niño leía un libro y no se preocupó porque una extraña como yo hiciera mímica con su hijo. En mi país observar tanto a alguien así es intimidante y lo primero que piensan es que la intención de hablar con ellos trae una manotada de acoso. Pero ahí no. Las personas se podían mirar a los ojos o simplemente no mirarse. Disfruté esa libertad y al mismo tiempo esa soledad. Lejos de los míos, sin pareja, sin hijos pero viviendo mi vida para buscar historias. Me había prometido romper las reglas para enfrentarme a una ciudad más lejana que la de mi mejor amigo. Ahora era yo quien estaba a ocho mil kilómetros de distancia, entre las estaciones, los acentos con la lengua sobre los dientes para pronunciar la zeta y el frío que congelaba mi nariz. Todo eso me hacía feliz. Cuando era pequeña jugaba con mis hermanas a imaginar que fumábamos con el vaho de la madrugada en el pueblo de mis abuelos. Ahora él salía espontáneo de mi boca por el invierno y ni los guantes, el gorro de montaña o el abrigo térmico, me hacían sentir el calor suficiente para no tener que cubrirme y verme como un pingüino. 



El metro redujo su velocidad y el niño se puso de pie. Haló la rompevientos de su madre para que dejara de leer y se alistara para la parada. Ella cerró su libro y me sorprendió ver lo que estaba leyendo. Se puso de pie con la indiferencia propia de las mujeres europeas, tomó a su hijo de la mano y antes de que se detuviera por completo el metro, me miró. Ella me reconoció y aunque sabía que quería hablar conmigo, Jedi la haló con su mano para bajarla del vagón. Como si ella fuera la niña y su hijo el adulto, se detuvo como si quisiera subirse nuevamente pero ya era demasiado tarde. Me sonrió y levantó su libro. Yo la miré, asentí y le sonreí mientras las puertas se cerraban en cámara lenta. Hablamos del libro en nuestra imaginación hasta que desapareció de la estación. Ella llevaba en su mano el primer libro que escribí y me sentí feliz de ser tan extrañamente reconocida. Había valido la pena el viaje, el vaho salió de mi boca expulsado con un par de lágrimas de felicidad y sentí la fuerza del Jedi estampada en mi pecho.


*Consigna día 2 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Huarí Jacques Nguyen: escribir un texto que tenga a un joven latinoamericano como protagonista. Este hombre, o mujer, que vive ahora en una ciudad lejana y enorme, después de una vida de pueblo en su país de origen... ¿En qué piensa mientras vuelve a su casa en el metro?

martes, 1 de noviembre de 2022

Se llamaría Dalí

Yo soy su perro. Me llamo Dalí. Julieta me puso ese nombre porque así se llama su pintor favorito. Duermo con ella en una cuna en la habitación porque tengo prohibido subirme a su cama. Cuando ella se despierta, yo levanto mis orejas, la saludo y la persigo hasta que me sirve la comida. Siempre que me ve comer, me dice que soy un perro juicioso y bien educado porque no hago reguero cuando como en mi plato. Antes de empezar, cierro los ojos, oro un poquito y empiezo a comer. A ella y a mí nos enloquecen las palomitas de maíz, las salchichas y el queso. Las pepitas para perro son aburridas, pero siempre me lo como todo y cuando termino, ella me da una galleta de premio.  

Cuando llegué por primera vez a su casa, me oriné por todos lados, pero aprendí con la ayuda del periódico de Julieta. Me señaló con él y su pelo se esponjó como el de un león. Me da miedo verla así. Varias veces me dejó sin galletas por no haberle hecho caso. 

Ella sabe pasearme. Ha leído libros sobre eso y ve videos de perros. Le gusta caminar conmigo y me habla todo el tiempo. A veces corremos juntos pero siempre quedo con mucha sed. No me deja acercarme a los perros más grandes que yo. Cuando me suelta la correa, me dan ganas de perseguir a las palomas y a los gatos. Pero Julieta me llama fuerte con mi nombre y hago como que la cosa no es conmigo. Me pongo a oler el pasto. 

Me gustan los postes, los árboles y los caminos del parque con flores. Los niños me ven y quieren acariciar las partes de mi pelo blanco. Mi cola es pequeña y se mueve muy rápido. Me gusta levantarme despacio, pero cuando veo la pelota, no me importa lo que haya a mi lado. Una vez rompí una copa que Julieta había dejado en el suelo. A ella le gusta leer al frente de la chimenea, sentarse sobre los cojines, cubrirse las piernas con una cobija y tomar vino.  A veces me acuesto a su lado para sentir su calor. Cuando tengo frío me prende el calentador y yo la acompaño mientras trabaja. Ella me consiente la cabeza y yo me quedo dormido. 

Me gusta decirle por las mañanas cuando se arregla, que se ve bonita. Lo que más me gusta es su pelo alborotado. A ella también se le cae mucho el pelo, pero hay una señora que se encarga de recogerlo. Se llama Robotina. A mí esa señora no me gusta porque me anda persiguiendo por toda la casa. A veces se queda dormida y Julieta tiene que alzarla. Duerme en la sala y habla muy poco. Solamente avisa con un timbre cuando termina de barrer. 

Hoy me llevaron al colegio y no le ladré a nadie. Julieta quiere que aprenda a leer y a escribir bien, pero yo me quiero quedar en la casa con ella, jugando con sus medias, mordiendo los palitos del parque y persiguiendo moscas.

Si yo tuviera un perro, lo amaría tanto como Julieta me ama a mí. 

Ella me hace feliz y yo sé que mis bigotes la hacen feliz a ella. Te amo Julieta.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Una poesía

"De la oscuridad a la luz" llamó al poema. ¿Sería eso lo que trataba de decir? Nunca lo sabré. Ella se acercó al papel y dejó dos páginas de su significado. Tal vez fue el "dolor" como lo llamó el autor del prólogo al sentimiento en común de los autores que escribieron ese libro. 

Hoy tuve mi primera clase de poesía y salí enmudecida. Tal vez porque siento que sigo sin entenderla. La poesía me habla lento y con un mar de acertijos. Es ingenua, es directa, es inocente y atrevida. Así como era ella. Yo no sabía si lo que ella había escrito era poesía, hoy creo que ella tampoco lo sabía. Tengo un sin fin de preguntas para entender el poema, pero me dejó la tarea más difícil de mi mundo de escritura. Entender su poesía. 

No sé si mañana me den ganas de escribir con poesía. Hoy no quiero. No la quiero, me genera conflictos internos, dolor y más preguntas que respuestas. El gesto del silencio es tan ruidoso que a veces me da miedo tanto silencio. Ese miedo le robó sus sueños. Ella se durmió para siempre con ellos. Yo quisiera la transcripción de su poema. ¿Sería eso que está escrito, su sueño? Sigo sin entenderlo. Por ahora no quiero saber de poesía. 

Oye señor de los poemas, dale más luz a este momento de preguntas en la tierra. Dale movimiento a mis dedos para escribir con sabiduría. No conocí la oscuridad que habitaba en ella. Definitivamente, no tengo ni idea de poesía.

De la oscuridad a la luz 
Por Diana Plata Rueda. QEPD.

Estar en el vacío
sin saber a dónde ir,
sentir el inmenso frío
y no querer ni salir. 

No salir de la pena
y estar tan hundida
que el alma solo anhela
y se siente vacía. 

Vacía de amor y de energía,
sin querer tener un renacer,
ya ha quedado lejos la alegría
y las ilusiones no se dejan ver. 

Ver de nuevo a mis viejos
sonriendo por mi vida
y ya no estar con ellos,
buscando una salida. 

Salida del odio y de esta condena
que no me quiere dejar vivir,
solo hay vacío, ya nadie sueña
se convirtió en pesar el existir. 

Existir por inercia y no por querer,
sería mejor poder escapar,
lograr de nuevo un renacer,
dejar de sufrir, volver a soñar. 

Soñar con tener una nueva vida,
construir con los escombros,
dejar de vivir cada día más frío,
salir del juego del viene y va. 

Viene la alegría se va el miedo,
es lo que quiero poder hacer;
es tiempo de empezar de nuevo,
venga la paz, la quiero tener. 

Tener la calma en medio de todo,
dejar la ceguera y poderlo hacer;
lograr salir al estar en el lodo
y dejar de darle tanto poder,
poder decir sí, aunque me cueste.  

Salir de esta pena y mejorar,
que la vida ya no me apeste
y pueda volver a amar.
Amar la vida y el dolor dejarlo ser y respirar,
olvidarme ya del temor,
yo puedo lo sé, voy a avanzar.


jueves, 4 de agosto de 2022

La olla

Hermita Martínez era la mayor de los siete hermanos. Su papel era como el de mi abuela que alma bendita en paz descanse. A ella le gustaba hacer el oficio de la casa, ordenar los cajones, hacer mercado y cocinar. Se levantaba todos los días a las seis de la mañana, se servía un tinto, con aguardiente y panela. Su marido era conductor de la Flota Magdalena y casi no permanecía en la casa. Tenía fama de tener varias mujeres e hijos regados por todo el país, pero a Hermita no le importaba, lo único que ella esperaba, era que le diera dinero suficiente para los gastos de la casa. Ella había sido profesora de la escuela durante muchos años, pero ya se había pensionado. Se dedicaba a cuidar a Miguel, su marido; a prepararle la comida, a recogerle la ropa sucia y a ver novelas asiáticas, portuguesas, mexicanas y cualquier programa de televisión que tuviera historias de amor. Los fines de semana se iba para la finca de la familia asegurándose que ninguno de sus hermanos estuviera. No le gustaba hacer favores y sus hermanos al verla pensionada, le pedían mil encargos, pero ella siempre se resistía y se quejaba. La finca era el mejor lugar para esconderse y alejarse de ellos.

La finca tenía una casa mediana con dos balcones, rodeada de flores y naturaleza. Tenía aves de toda clase, pichones, loros, guacamayas y más de cincuenta clases de pericos australianos. Tres patos, dos pavos reales y palomas mensajeras, eran las favoritas de mi papá. Mis tíos habían arreglado la casa y la llenaron de lugares para descansar. Construyeron un baño turco y un sauna al lado de la piscina. Hicieron un parque de arena para los niños con rodadero y columpios. Construyeron una casa en un árbol y la llamaron "La casa del aire". Esa finca la heredaron mis tíos luego de que mis abuelos murieron. Entre mi papá y sus hermanos terminaron de pagar el terreno con la casa que incluso tenía áreas a medio construir. Después del infarto de mi abuelo porque mi abuela se murió, decidieron honrar su partida arreglando la finca, pero el problema es que todos tenían ideas distintas. Unos querían una casa silenciosa y para el descanso y otros querían un zoológico lleno de animales regados por todas partes. Aunque decían que luego de la muerte de mis abuelos se acabaría el conflicto, no era cierto, se la pasaban discutiendo por la plata para los arreglos, los mercados y el tiempo del mantenimiento de la casa. Los vecinos la llamaban el circo de los Martínez García.

Hermita era la más malgeniada. Decía que sino fuera por la promesa que le hizo a mi abuelo, ya habría vendido la casa. Aún así, ella seguía yendo los fines de semana. A Gladis y a mi papá le gustaban las matas, regaban las flores, mantenían limpios los caminos, barrían las hojas secas y limpiaban la maleza. Ella, mi papá y la guadaña, se hacían llamar los tres mosqueteros. Elvia se encargaba de las conexiones. Instaló cámaras de seguridad por toda la finca, Internet inalámbrico y televisión por cable. Ella conocía la funcionalidad de todos los tomacorrientes, interruptores y cables que se desplegaban por toda la casa. La motobomba para el agua siempre era un dolor de cabeza y era mi tía Elvia la que se encargaba de coordinar con el electricista todos los mantenimientos. Jacinta era la más floja de las mujeres. Para ella lo más importante era la comodidad. Ir a la piscina, tomar el sol, broncearse, tener una ducha limpia, una habitación con aire acondicionado y una cama de plumas. Por eso decidió construir una habitación independiente, para que nadie la incomodara cuando iba con su hija. Su esposo la había abandonado a los siete años de casada por una mujer más joven que ella y siempre decía que no necesitaba un hombre más en su vida. Por eso nunca se volió a casar. Aportaba con dinero a la finca cada vez que sus hermanos se reunían y decía:

-A mí no me pongan a hacer oficio que yo ya hice suficiente de eso. Para eso es que trabajo y la plata es para gastarla. Así que ustedes propongan que yo pago.

Paco y Luis, los gemelos y por ser los menores eran los consentidos de mis tías. Aunque eran viejos, siempre los trataban como niños. Hermita era como una mamá y cuando organizaba ir a la finca, cargaba la camioneta con un montón de comida y garrafas de aguardiente para ellos.

Ángel era mi tío el innombrable. De él no se hablaba nada porque era el hijo perdido. Mi abuela lo había cuidado en su juventud y lo protegió tanto, que a los veinte años él se fue de la casa porque decía que quería vivir solo. Fue así como nunca volvió. Mi abuelo intentó buscarlo cuando supo que se había ido para Cali a montar una peluquería, pero cuando lo vio, ya no se llamaba Ángel, ahora era Ángela. Desde ese día mis abuelos nos prohibieron hablar de él y dijeron que hasta que no estuvieran en la tumba, Ángel no debía entrar a la casa. 

Como era tan difícil ponerse de acuerdo para reunirse todos al tiempo, meses después de la muerte de mi abuelo decidieron reunirse en la finca para hacer la lectura del testamento. Por fin alguien sería el encargado de convertirla en un lugar de descanso o en el zoológico que varios anhelaban. Era Semana Santa y organizaron un almuerzo el miércoles santo. Hermita tenía fama de hacer el mejor sancocho de Acacías. Sabía cómo alimentar a las gallinas, desnucarlas, lavarlas con agua caliente, despellejarlas, sacarles las tripas, cortar las mejores presas y cocinarlas.

Acacías era el pueblo donde a mediados de año hacían las fiestas patronales. La gente se reunía, echaba pólvora, tomaba aguardiente y coronaba a la reina de la piña. La vereda tenía las mejores piñas y cuando llegaba la cosecha, celebraban botando la casa por la ventana con orquesta y reinado. Varias de mis tías participaron pero nunca ganaron nada. Siempre ganaba la hija del dueño del único bailadero del pueblo, la llamaban la tetona. Algunas vez fuimos con mis tíos y mis primos a tomar cerveza para poder verla, pero ese día nos atendió su hermano mayor, que parecía todo menos llanero. Tenía los ojos verdes y el pelo pintado por los rayos del sol. Le decían el ruso.

A Hermita, Gladis y Elvia se encargaron del almuerzo. Acordaron que fuera pescado porque decían que comer carnes rojas en Semana Santa era pecado. Compraron un bagre gigante que debieron cargar desde el pueblo hasta la finca. Mis tíos Paco y Luis eran los encargados de ir a comprarlo. Pero mientras mis tías esperaban, ellos llegaron casi dos horas después, medio borrachos y cargando el pescado. Era tan grande que tuvieron que ponerlo encima de la mesa del comedor. Le tomaron fotos, le hicieron video y hasta le pusieron nombre: Arnulfo. Así se llamaba el abogado que se suponía llegaría para la lectura del testamento. Era un hombre robusto, calvo y con bigotes largos. Mis tíos estaban tan borrachos que no sabían la diferencia entre un bagre y un róbalo, "el pescado de los abogados". Al fin y a al cabo a ellos no les importaba el tipo de pescado, lo que les importaba era que se llamara como el abogado.

Mis tías lo cortaron, lo adobaron y lo prepararon. Para poderlo cocinar tuvieron que utilizar una olla nueva que nunca habían estrenado porque desde hacía muchos años no había tanta gente en la finca. Fue un regalo de una vecina que a veces iba entre semana a cuidar la finca y se sentía agradecida porque le pagaban por barrer las hojas, airear la casa y darle comida a los animales. Las agarraderas  de la olla eran difíciles de coger, pero mientras estuviera estable sobre el fogón, todo estaría bien. El problema sería después cuando ellas pidieron ayuda a mis tíos para bajarla y servir la sopa. 

Mientras las señoras cocinaban, Paco y Luis siguieron la rasca con las garrafas de aguardiente. Desde la piscina se escuchaba cómo chiflaban, cantaban a grito herido las canciones de Vicente Fernández y los corridos prohibidos típicos de la zona. Descalzos y desentonados, bailaban mirando al cielo con los ojos cerrados. Ya eran las tres de la tarde y el abogado no llegaba. El sancocho ya estaba listo así que decidieron servir y guardarle en un plato aparte la porción del abogado. La olla la habían puesto encima del fogón. Pesaba tanto que Hermita tuvo que llamar a Paco y Luis para que le ayudaran a bajarla. Pero el alcohol ya estaba en todo su torrente sanguíneo. Desde el momento que los llamaron yo vi venir la tragedia que se avecinaba. Mis tíos apenas enfocaban las agarraderas y aún así insistían que ellos eran los encargados. Cada uno tomó un trapo sobre las orejas de la olla, pero estaban tan descoordinados que cuando la levantaron, el caldo del sancocho de pescado se tambaleó de lado a lado. Parecía tener vida propia y el líquido salió como si fuera una ola golpeando la arena. Lo vi todo en cámara lenta, pero en segundos, el caldo hirviendo salpicó sobre la mano de Luis e inmediatamente la soltó. Cuando golpeó el lado de la olla con el piso, el resto del caldo salpicó a los pies de ambos, quemándoles la piel y haciéndolos soltar por completo esa arca de Noé que no sobrevivió al diluvio. El caldo voló y se desplegó por el piso de toda la cocina, hasta llegar a la sala. Los gritos de Hermita, Gladis y Elvia ensordecieron la finca. Las gallinas corrieron, el perro ladró, los patos graznaron y las palomas mensajeras se estrellaban con las jaulas. Mi tía Jacinta muerta de risa sacó el celular para hacer un video. Como si estuviera disfrutando de la desgracia familiar de perder la comida.

-Hubiera sido mejor haber pedido un domicilio. Decía a carcajadas

Cuando Hermita la escuchó, tomó el primer sartén que encontró con la mano y se fue encima de ella. Pero mi papá alcanzó a tomarla por el brazo mientras ella gritaba:

-¡Cállese la jeta! Bastante razón tenía mi abuelo cuando decía que por eso la botaron, porque usted sólo sirve para estar peinada y ni un tinto sabe preparar. ¡Por eso fue que le pusieron los cachos y su marido la dejó!.

-Pues bien ido ese idiota que ni falta me hace. Se buscó una empleada que le cocinara y harta falta que le hacía a él. Para eso yo trabajo, para no tener que andar lavándole los calzones cagaos como sí le toca a usted mientras él anda por todo el país regando hijos con cualquier moza.

La histeria y los gritos incrementaban. Ya no había nada que hacer, el sancocho de pescado se había desplegado por el suelo. Mis tíos se sostenían sobre un piso resbaloso como si fuera hecho de cáscaras de bananos. Paco intentó salir de ahí, pero la pista de jabón y la borrachera lo hizo caer otra vez al suelo. Luis también perdió el equilibrio y ahora parecía una pista de lucha en un cuadrilátero de lodo. Ellos reían a carcajadas y yo no sabía si hacer lo mismo o calmar a las histéricas de mis tías. Hermita empezó a llorar y señalaba el suelo.

-¡Eso les pasa por andar tomando trago! Par de borrachos, se los dije. Con ustedes siempre es lo mismo, me tienen aburrida con esa falta de seriedad, tan viejos y siguen en esas.

En ese momento escuché el timbre de la puerta y me alejé del circo para ir a abrirla.

- Buenas tardes, ¿qué se le ofrece? le pregunté.
- Gracias, ¿esta es la finca de la familia Martínez García?
- Sí, ¿a quién busca?
- A mis hermanos. Mi nombre es Ángela.

En ese momento descifré su rostro y por fin había conocido a mi tío perdido. Venía acompañada del abogado y ruso del pueblo.

-Claro que sí, siga, estábamos a punto de almorzar. ¿Y usted qué necesita?, le pregunté al ruso.

-Yo le pedí que nos acompañara porque no sabíamos dónde quedaba la finca. Contestó el abogado y me miró con la complicidad porque al parecer el ruso no le quitaba a Ángela los ojos de encima. 

Lo miré con afirmación sabiendo que era mentira. Le di la gracias y despedí al ruso.

-Muchas gracias por su compañía, espero tu llamada. Le dijo Ángela y se despidió de él con un beso en la mejilla.

Entramos con la risa entre los dientes y cerré la puerta. Nos fuimos acercando lentamente a la casa hasta la sala y de inmediato apareció el cuadro de la escena de circo como toda una obra de teatro.

Dos hombres en una lucha libre sobre la sopa regada por el suelo, riendo a carcajadas, lanzándose los pedazos de comida y hablando con la lengua enredada. Un hombre tomando por el brazo a una mujer que gritaba con un sartén en la mano. Otra mujer muy elegante haciendo un video del momento y riendo mientras comentaba la escena. Dos mujeres llorando como si el bagre hubiera sido el entierro del perro y un revoloteo de animales haciendo ruido por toda la finca.

-Te presento a tu familia. Los Martínez García. ¡Silencio todos! Grité. Llegó el tío Ángel.

Él me miró y rectifiqué.

-Perdón, la tía Ángela.

Todos enmudecieron, se hizo un silencio sepulcral y la revisaron de pies a cabeza.

-Hola a todos, que alegría verlos de nuevo.

Mi tío Paco y Luis se miraron y soltaron la risa:

-¡Llegó el heredero! Hasta bonita se ve la tía. Dijo Luis
-¡Y viene con el abogado!. Apresuré a decir.

Mi tía Hermita se limpió las lágrimas con el trapo de la cocina y se dirigió hacia él diciendo:

-Don Arnulfo siga se sienta y almuerza mientras limpiamos este desorden. Pero tranquilo que su plato ya estaba servido desde antes; fue el único que se salvó.


viernes, 3 de junio de 2022

El abismo de Gustavo Álvarez Gardeazabal

Crítica de la nota semanal “El Premio Alfaguara se desprestigia”de Gustavo Álvarez Gardeazabal y su opinión sobre la novela "Los Abismos" de Pilar Quintana.


Enero de 2022


Catalogar la novela Los Abismos de Pilar Quintana como “vergonzosa y simplona” es afirmar con miserableza, no solamente la obra de la autora, sino afirmar con ignorancia y bajeza el conocimiento de un jurado presidido por Héctor Abad Facio Lince, que al parecer al señor Gustavo Álvarez Gardeazabal ve como ignorante y desconoce según él, la gracia narrativa de las mujeres caleñas. Yo diría que eso sí es desprestigiar la literatura de las mujeres caleñas.

Afirmar que la ciudad de Cali está descrita con miserableza narrativa porque la autora no se centra en los elogios o en enaltecerla, me parece una manera básica de hablar de una novela que lo último que pretende, es hacer que el lector se enamore de la gente o de un romanticismo caleño que no tiene nada que ver con el sentido de la obra. La protagonista no es la ciudad de Cali, es la oscuridad de los conflictos humanos que podrían estar ubicados en cualquier otra atmósfera de abismo.

La novela utiliza la metáfora del pensamiento de una niña, no la de un adulto. Su temática es sobre la muerte, la que inconscientemente llevamos por dentro los adultos. Es un cuestionamiento al comportamiento de una sociedad que amenaza con la muerte interior, independientemente de la ciudad en la que habita la novela. Utiliza de manera cruda, la anécdota del suicidio como un acontecimiento contundente. Acerca al lector a la muerte, como desayuno cotidiano de la ciudad de Cali. No es una novela que desprestigie a los habitantes, es la realidad de una y varias ciudades colombianas que aunque nos cueste reconocer, no les hemos podido quitar ese tatuaje de ver morir a la gente de manera tan constante e insensible en nuestro país.

El concepto de la muerte no está representado solamente el abismo, sino a través de las acciones de sus padres, incluso desde la voz de la niña que los describe: “Los muertos de mi papá, empecé a pensar, vivían sus silencios, como ahogados en un mar de calma”. “El abismo dentro de ella, igual al de las mujeres muertas, al de Gloria Inés, una grieta sin fondo que nada podía llenar”.

“Los personajes son muy pocos y sin posibilidad de ser contrastados”, los personajes son pocos, pero son suficientes.  El adulto no es el protagonista, es la niña. Leer una novela para adultos desde la voz de una niña, es algo que no todos pueden entender como lo hace el señor Gardeazabal.

La muñeca es una metáfora potente. No habla, simplemente actúa desde el interior de la niña. Hace lo que aprendió de sus padres, los que según Gardeazabal parecen no tener vida porque viven alicorados o empastillados como la mamá de la niña narradora. Ellos se encuentran alicorados es en sus desgracias emocionales que son los suficientemente incómodas y ponen al lector a ver su propio reflejo en el papel de alguno de los personajes y eso creo que es lo que le incomoda. La novela hace una crítica a las relaciones de la sociedad colombiana como el matrimonio, la infidelidad, la dependencia de las mujeres cabeza de hogar por los hombres, la indiferencia de los hombres, la falta de comprensión del pensamiento de los niños, la pobreza y las clases sociales. Una realidad de la que nadie escribe y menos las mujeres colombianas.

La novela no acumula minutos para llegar a un final sin carácter porque si hay algo que tiene la autora, es carácter. Pero sin duda el final del libro deja una mesa sin una pata y se queda corta. Le hace falta un cierre que no deje sueltos los círculos a los que vuelven los personajes. Es una novela que no está escrita para la literalidad de un personaje descrito de manera precisa, la autora deja la decisión al lector de cambiar el camino de los personajes. En este país no estamos acostumbrados a elegir nuestro propio camino. 

La voz narrativa nace desde el pensamiento de una niña que ve a la muerte en la vida de los adultos que la rodean no es una transcripción simplona de unas conversaciones esmirriadas. La muerte es un elemento tensionante para los que viven en ese universo de manera cotidiana. La fotografía del espacio es completamente evidente en la metáfora no es una fotografía borrosa de un espacio sin ningún sabor a nada. Al parecer la capacidad de ver el espacio con matas es lo único que queda en la mente de Gardeazabal cuando dice que todo queda apenas como otra mata de las muchas que al comienzo nos cuentan que dizque inundan el apartamento y después desaparecen. 

La escritura es una obra de arte y por lo tanto cada obra tiene el sello de un autor que lo último que busca es clasificar dentro de una vanguardia o un género definido. Esa es la estrella de esta obra. Es una novela que deja al lector con temas a punto de explotar, el suicidio es lo suficientemente tensionante porque según él, no hay trama, ni hay tensión ni hay desarrollos elementales de una novela. Pero el éxito es tan potente en esta obra, que incluso un autor como Gustavo Álvarez Gardeazabal no es capaz de comprender el universo de los niños, menos el de una niña que seguramente ha permanecido en su interior, pero está muerta. En vez de afirmar que las relaciones humanas para la niña solo se tratan de pespunteadas en diálogos moribundos con una muñeca que, obviamente, no habla y dizque se suicida porque la arrojan al vacío, yo diría que usted no ha podido entablar una conversación con su niño interior que se encuentra moribundo o muerto, como los muertos de todos los adultos que tienen un abismo interior. Es como dice Pilar: una grieta sin fondo que nada puede llenar, no pueden ver mariposas, neblina, barrigas de lagartos, gotas en las gafas de mundos distorcionados, jardines de chocolate, cuencos hechos con las manos, barbas en los árboles o algodones blancos de la neblina, que en vez de saber a azúcar. A críticos como Gardeazabal les sabe a racismo con sabor a miserableza. No es una obra para adultos que necesiten el ego o prestigio como norma de vida, sino para quienes dialogan con la voz de la vida que no tienen abismos en sus vidas y evitan caminar muertos en vida.

Martha Liliana Barrantes
Estudiante Maestría Escrituras Creativas
Universidad Nacional de Colombia




 

lunes, 9 de mayo de 2022

Gabo - Cien años de autenticidad

Mi abuela murió tres meses después de cumplir cien años. Años de vida, no de soledad. Días antes le escribí una carta tratando de recopilar su historia en apenas tres páginas. La compartí con mi familia y le gustó tanto, que me pidieron volver esas páginas como palabras de despedida el día del entierro. Completé el texto y terminaron siendo seis páginas. Cada vez que tomo los textos y nuevamente los leo, siento la necesidad de agregar historias para que la gente conozca lo maravillosa que fue su vida. Es como un imán que me atrapa pero siempre me hace falta carga magnética para sentir que es son las palabras definitivas. Cien años llenos de vida, de experiencias, personas que pasaron a su alrededor, lugares y de un legado familiar, que se fue y se ha ido multiplicando a medida que va pasando el tiempo. Hasta el día que le escribí una carta a mi abuela, me hice consciente de la complejidad y responsabilidad de plasmar de manera acertada en el papel, cien años de vida.

¿Será esta experiencia de verbalizar lo que pasa durante un siglo de vida, es la que nos hace reflexionar sobre nuestra existencia y lo que le dejaremos a nuestras familias? ¿Cuál será la magia que existe detrás de ese número cien que nos quita un poco el aliento? Supongo que escarbar en el pasado, raspar las paredes de la casa de nuestra niñez, identificar las generaciones, conocer las fallas familiares y abrir las maletas de los viajes de la vida, nos apasiona cuando sentimos que estamos llegando al punto en el que la soledad parece estar asomándose por la ventana.

Hay días en los que me despierto con tanta necesidad de contar su historia, que ya no sé si la protagonista es mi abuela, son mis tíos, es la casa de visita los domingos o simplemente si soy yo. Tal vez pongo parte de mí en los personajes. Hablar del número cien en la literatura, es pensar inevitablemente en Gabriel García Márquez y sus “Cien años de soledad”. Un nombre que parece hacer parte de los tatuajes y apellidos del mundo literario. Es una historia que queremos bajar del realismo mágico para guardarla en la realidad colombiana de una “selva humana desbordada” como diría José Miguel Oviedo en el Magazine Dominical El Espectador en 1967 , el mismo año de la primera publicación.

La historia del pasado del autor creo que es el primer punto conector para confrontar mi experiencia como escritora con la vida de Gabriel García Márquez. Sin duda no espero ser como él, pero espero “hacer más feliz la vida a un lector inexistente”  como él mismo lo afirmó.  Cuando descubrí cómo su abuelo influyó profundamente en su futura visión del mundo con simbologías y cómo le hacía consultar el diccionario palabras que desconocía , comprendí aún más por qué su obra llegó a mi vida de dos maneras tan distintas tanto en mi juventud, como en mi adultez. 

En mi adultez, hasta hace pocos meses volví a leer el libro y tuve una visión distinta del imaginario que conservaba en mi adolescencia. Así como me gustó más, me dolió peor. Descubrí cómo el autor podía darle tanta vida a la muerte, a la soledad y a la tristeza. Me identifiqué con algunas características de sus personajes y adicional a eso, comprendí cómo ellos eran un espejo triste de la historia y la cultura de mi país. Niñas que comían tierra, tesoros escondidos debajo de la cama, pescaditos de oro convertidos en monedas y casas selladas que me recordaron la superficial lectura que hice la primera vez al libro en mi adolescencia. Treinta años después vuelvo a ese lugar y lo único que siento es un profundo dolor descrito en un legado familiar de adultos a los que se les envejece no solamente el cuerpo sino que se les pudre el corazón. Por ese motivo quiero escribir historias que le hagan honor al legado que mi abuela dejó, con la premisa del premio Nobel de Literatura: escribir para hacer más felices a las personas, pero opuesta a su obra de soledades y dolores en el alma. El mejor ingrediente de Gabriel García Márquez es el realismo mágico. Con ese y con el poder del amor, quiero lograr sinestesias y anáforas en la vida de las personas. El problema es que ese poder tiene nombre propio y cuando se nombra está cargado de amores y odios, de historias reales y metáforas, uno que también viene con palabras mágicas en un diccionario a modo de testamento lleno de Epifonemas. Hablar del amor de Dios a través de cien años de “compañía”, es una exageración y un propósito ambicioso con el que no pretendo vender en una semana más de ocho mil ejemplares y en tres años quinientos mil, ni que se traduzca a más de veinticinco idiomas, que gane seis premios internacionales o que reciba un premio Nobel de Literatura. Solamente quiero escribir con esa misma pasión de hacer de lo extraordinario algo natural  y con esa humildad con la que se encerró Gabo durante diez y ocho meses para hablar de su familia. Una auténtica, llena de generaciones y personajes que personalmente me hicieron feliz en el oxímoron de sus figuras literarias.

Aún faltan cuatro años para cumplir un siglo del nacimiento de este grandioso escritor que posiblemente seguirá durante siglos siendo un caso de estudio. Pero estoy segura de que los jóvenes de ahora están leyendo alguna obra que será digna de un premio nobel de literatura y aún no lo saben. Tal vez es un libro que está reposando en la biblioteca casi sin usar o posiblemente está gastado en las esquinas, subrayado con resaltador o con algunas hojas rotas. Y si aún ese libro no se ha escrito, espero que este mundo en cien años siga apoyándose en una grandiosa obra literaria como lo es Cien años de Soledad. Que sea otro clásico de la literatura colombiana y hable de nuestra actual cultura colombiana, donde un nuevo género literario sea el ingrediente secreto para endulzar las lecturas de los que hacemos parte de los controvertidos cambios de siglo.

Gracias Gabo por tus cien años de autenticidad. 


La regla, el lápiz y el corrector

Empecé escribiendo, sin saber caminar, hablando de mis juguetes, del clima y de la vida. La verdad lo hice con el corazón. Mis juguetes estaban llenos de experiencias personales con mi trabajo. El clima se iba transformando con el sol de las mañanas de mi familia, las estrellas de la noche, con mis amigos o con la miel mi relación que en vez de ser una luna llena, era tan inestable como una gelatina. Esa necesidad de expresar lo que mi mente relacionaba con la realidad y la fantasía, era y es una necesidad constante que no me deja desconectar de la escritura. 
 
Luego de pasar por varias estaciones, atardeceres y amaneceres, salté con mis textos describiendo a las personas, como si fueran “hojas de vida”. Convertí mis textos en dedicatorias personales a quienes tocaron mi corazón. Me gustó recordarles los momentos que yo tenía en mi mente. Eran fotos colgadas en las paredes de mis recuerdos. Esa conexión me hizo entender que no solamente mis reflexiones de los juguetes, el clima y las historias de personas importantes en  mi vida, eran suficientes para escribir. Necesitaba algo más que un motor que se activaba con fuerza cada vez que mi corazón estaba débil. 
 
Una de mis lectoras favoritas me decía que amaba mi escritura porque le tocaba el corazón. En ese momento me pregunté si podía tener la capacidad de escribir con menos llanto y con más risa. Así que empecé a tratar de dar pequeños saltos en la forma de construir mis textos, con el cuidado de que no se vieran disfrazados con zapatones, caras blancas y narices rojas. Me acerqué a la ironía de la vida, con el miedo a fracasar en mi poesía romántica y existencial que tanto le gustaba a mis lectoras incondicionales. Aunque la narrativa hacía parte de mi intimidad, no sabía que también podía ser parte de mi mundo profesional.
 
Un día en una clase de un colega docente, habló de su Maestría en Escrituras Creativas y yo como una niña que no sabe si rayar con lápiz o con esfero, le pregunté, anoté y busqué información para saber si eso complementaría mi profesión o le pondría un peldaño a mi vida personal como escritora. En ese primer intento la academia no abrió y esperé por un buen tiempo, casi dos años. Mientras tanto seguí escribiendo historias para quienes se entretenían con ellas. Era un mundo lleno de fantasía y empezaron a leerme personas desconocidas. Escribía pensando que ya sabía caminar y cargar mi maleta como escritora. Me sentía de las grandes del salón del colegio, pero yo por lo menos y en el fondo de mi corazón, quería formarme y estudiar para aprender a escribir de verdad. Quería ser la primípara universitaria en la escritura. 
 
Fue así como un día la voluntad de mis deseos se enfrentaron nuevamente a la voluntad del de arriba. En medio de una pandemia perdí mi corazón y la escritura se reveló en su esplendor. La retomé casi a manera de hábito y florecieron mis ganas de hacerlo para mí y no para los demás. Era terapéutica, liberadora y parte de un mundo hecho solamente en mis cuatro paredes.
 
En ese momento sentí que ya no pertenecía al colegio. Mi ego me hizo creer que estaba creciendo. Participé en varios concursos de escritura y descubrí una cantidad de ritmos musicales que me empezaron a abrir los ojos. Me reté en los tiempos, en los temas, en  los personajes e incluso en mis realidades. Vi el camino largo que aún me faltaba por recorrer.
 
Mis textos empezaron a convertirse en relatos que no tenían fantasía sino ficción. En ese momento la academia apareció y abrió sus puertas. Me inscribí a la maestría y llegar a ella fue como un boom de quipitos en la boca que explotaron en distintas direcciones. Cuando sentí que estaba sentada en una silla de la universidad de la escritura, me di cuenta que aún seguía en el colegio, casi en el jardín. Tuve que aprender a leer de verdad, a escribir, a borrar, a no utilizar esfero sino lápiz. Me encontré con textos que a veces me daban ganas de patear como las loncheras del colegio y con otros textos que no sabía que se merecían medallitas de honor. 
 
Aunque no sé si ya estoy por graduarme del colegio, creo que la teoría, la experiencia y los académicos que van llegando, me están ayudando a elegir el medio de transporte a donde quiero llegar. No sé cuánto me demore el viaje, siento que voy en tren, pero me gusta sentir que cada vez que asomo la cabeza por la ventana, veo las estaciones, tierras desconocidas y recuerdos olvidados. Es un recorrido por tantos lugares que a veces me dan sueño en clase y quiero salir corriendo. Otras veces quiero que todo desaparezca para escribir durante horas. Son estaciones que van y vienen como el caballo desbordado al que un profesor se refirió sobre mis textos: "Tienes que atajarlo porque se te puede desbocar..."  Sin duda creo que tiene razón. Por eso creo que estoy en el punto en el que sigo usando la regla, el lápiz y el corrector para escribir como lo hice desde el primer día: sin prisa, con buena letra y con el corazón.

lunes, 18 de abril de 2022

Hasta que mi aliento se integre con tus rayos de luz

Eärendel, my love...

Te puedo sentir y a veces creo que te puedo ver. En las noches iluminas la oscuridad de mi balcón con tus cuerdas de luz y entras como si pudieras sentarte en la silla vacía que dejaste al lado mío. También me gusta que entres a mi habitación, así, sin permiso, como desde el primer día que entraste a mi vida. A veces cuando hay luna llena, no puedo verte, pero no me importa porque sé que estás en alguna parte, escondida, con tus esferas y con la luz apagada. Estoy buscando en el libro que me dejaste algún mapa para encontrarte, pero nunca me entregaste las instrucciones completas de uso y manejo. Aún así, lo sigo guardando todas las noches entre mi cajón.

Me han dicho que estás suspendida en el espacio y que es imposible que te lleguen mis cartas, pero yo sigo haciendo mil intentos de enviarlas porque sé que en algún momento me contestarás y a tu manera. Por algo eres la más especial de las estrellas y me tocó a mí esa bendición de haberte encontrado. Algunas personas me preguntan si estoy esperando que tus respuestas me lleguen por debajo de la puerta en algún sobre de Amazon, pero cuando intento explicarles, simplemente no lo entienden y me dicen que estoy loco. 

Cada vez tengo más canas y supongo que eres tú quien las estás pintando en las noches mientras duermo. Esos momentos con Morfeo son muy silenciosos, pero así duermo mejor. Yo creo que tú debes estar haciendo algo en el lugar que estás escondida porque ni siquiera el sonido de la lluvia en la ventana me despierta. 

Hace poco anunciaron una tormenta de estrellas, así que viajé hasta allá para verlas pero todas eran muy pequeñas. Me dijeron que por tu tamaño sería más fácil buscarte en los destellos de luz encima del mar. Así que en los próximos años saldré al espacio a buscarte; posiblemente tardaré millones de años en encontrarte, pero me estoy preparando para eso. Llevo todo lo necesario para medir una a una las estrellas suspendidas en el cielo. He buscado en tus registros si eres de primera o segunda generación porque así sería más fácil elegir el camino correcto, pero esperemos que el telescopio de James me dé el dato en los próximos millones de años. 

Por ahora seguiré esperándote todas las noches hasta que mi aliento se integre con tus rayos de luz y de esa manera tendré las fuerzas suficientes para salir a buscarte. Te prometo que cuando te encuentre, te sentirás orgullosa de mí. Para ese momento seguramente ya habré entendido el propósito del libro, el significado de tus esferas y las cuerdas de luz que me dejas colgando todas las noches en el balcón. 


*Escrito como ejercicio del mensaje para Eärendel, la estrella más lejana hasta ahora descubierta, asignada por el profesor Nelson Fredy Padilla Castro de la asignatura Escritores Experimentales Latinoamericanos - Maestría en Escrituras Creativas.