Hermita Martínez era la mayor de los siete hermanos. Su papel era como el de mi abuela que alma bendita en paz descanse. A ella le gustaba hacer el oficio de la casa, ordenar los cajones, hacer mercado y cocinar. Se levantaba todos los días a las seis de la mañana, se servía un tinto, con aguardiente y panela. Su marido era conductor de la Flota Magdalena y casi no permanecía en la casa. Tenía fama de tener varias mujeres e hijos regados por todo el país, pero a Hermita no le importaba, lo único que ella esperaba, era que le diera dinero suficiente para los gastos de la casa. Ella había sido profesora de la escuela durante muchos años, pero ya se había pensionado. Se dedicaba a cuidar a Miguel, su marido; a prepararle la comida, a recogerle la ropa sucia y a ver novelas asiáticas, portuguesas, mexicanas y cualquier programa de televisión que tuviera historias de amor. Los fines de semana se iba para la finca de la familia asegurándose que ninguno de sus hermanos estuviera. No le gustaba hacer favores y sus hermanos al verla pensionada, le pedían mil encargos, pero ella siempre se resistía y se quejaba. La finca era el mejor lugar para esconderse y alejarse de ellos.
La finca tenía una casa mediana con dos balcones, rodeada de flores y naturaleza. Tenía aves de toda clase, pichones, loros, guacamayas y más de cincuenta clases de pericos australianos. Tres patos, dos pavos reales y palomas mensajeras, eran las favoritas de mi papá. Mis tíos habían arreglado la casa y la llenaron de lugares para descansar. Construyeron un baño turco y un sauna al lado de la piscina. Hicieron un parque de arena para los niños con rodadero y columpios. Construyeron una casa en un árbol y la llamaron "La casa del aire". Esa finca la heredaron mis tíos luego de que mis abuelos murieron. Entre mi papá y sus hermanos terminaron de pagar el terreno con la casa que incluso tenía áreas a medio construir. Después del infarto de mi abuelo porque mi abuela se murió, decidieron honrar su partida arreglando la finca, pero el problema es que todos tenían ideas distintas. Unos querían una casa silenciosa y para el descanso y otros querían un zoológico lleno de animales regados por todas partes. Aunque decían que luego de la muerte de mis abuelos se acabaría el conflicto, no era cierto, se la pasaban discutiendo por la plata para los arreglos, los mercados y el tiempo del mantenimiento de la casa. Los vecinos la llamaban el circo de los Martínez García.
Hermita era la más malgeniada. Decía que sino fuera por la promesa que le hizo a mi abuelo, ya habría vendido la casa. Aún así, ella seguía yendo los fines de semana. A Gladis y a mi papá le gustaban las matas, regaban las flores, mantenían limpios los caminos, barrían las hojas secas y limpiaban la maleza. Ella, mi papá y la guadaña, se hacían llamar los tres mosqueteros. Elvia se encargaba de las conexiones. Instaló cámaras de seguridad por toda la finca, Internet inalámbrico y televisión por cable. Ella conocía la funcionalidad de todos los tomacorrientes, interruptores y cables que se desplegaban por toda la casa. La motobomba para el agua siempre era un dolor de cabeza y era mi tía Elvia la que se encargaba de coordinar con el electricista todos los mantenimientos. Jacinta era la más floja de las mujeres. Para ella lo más importante era la comodidad. Ir a la piscina, tomar el sol, broncearse, tener una ducha limpia, una habitación con aire acondicionado y una cama de plumas. Por eso decidió construir una habitación independiente, para que nadie la incomodara cuando iba con su hija. Su esposo la había abandonado a los siete años de casada por una mujer más joven que ella y siempre decía que no necesitaba un hombre más en su vida. Por eso nunca se volió a casar. Aportaba con dinero a la finca cada vez que sus hermanos se reunían y decía:
-A mí no me pongan a hacer oficio que yo ya hice suficiente de eso. Para eso es que trabajo y la plata es para gastarla. Así que ustedes propongan que yo pago.
Paco y Luis, los gemelos y por ser los menores eran los consentidos de mis tías. Aunque eran viejos, siempre los trataban como niños. Hermita era como una mamá y cuando organizaba ir a la finca, cargaba la camioneta con un montón de comida y garrafas de aguardiente para ellos.
Ángel era mi tío el innombrable. De él no se hablaba nada porque era el hijo perdido. Mi abuela lo había cuidado en su juventud y lo protegió tanto, que a los veinte años él se fue de la casa porque decía que quería vivir solo. Fue así como nunca volvió. Mi abuelo intentó buscarlo cuando supo que se había ido para Cali a montar una peluquería, pero cuando lo vio, ya no se llamaba Ángel, ahora era Ángela. Desde ese día mis abuelos nos prohibieron hablar de él y dijeron que hasta que no estuvieran en la tumba, Ángel no debía entrar a la casa.
Como era tan difícil ponerse de acuerdo para reunirse todos al tiempo, meses después de la muerte de mi abuelo decidieron reunirse en la finca para hacer la lectura del testamento. Por fin alguien sería el encargado de convertirla en un lugar de descanso o en el zoológico que varios anhelaban. Era Semana Santa y organizaron un almuerzo el miércoles santo. Hermita tenía fama de hacer el mejor sancocho de Acacías. Sabía cómo alimentar a las gallinas, desnucarlas, lavarlas con agua caliente, despellejarlas, sacarles las tripas, cortar las mejores presas y cocinarlas.
Acacías era el pueblo donde a mediados de año hacían las fiestas patronales. La gente se reunía, echaba pólvora, tomaba aguardiente y coronaba a la reina de la piña. La vereda tenía las mejores piñas y cuando llegaba la cosecha, celebraban botando la casa por la ventana con orquesta y reinado. Varias de mis tías participaron pero nunca ganaron nada. Siempre ganaba la hija del dueño del único bailadero del pueblo, la llamaban la tetona. Algunas vez fuimos con mis tíos y mis primos a tomar cerveza para poder verla, pero ese día nos atendió su hermano mayor, que parecía todo menos llanero. Tenía los ojos verdes y el pelo pintado por los rayos del sol. Le decían el ruso.
A Hermita, Gladis y Elvia se encargaron del almuerzo. Acordaron que fuera pescado porque decían que comer carnes rojas en Semana Santa era pecado. Compraron un bagre gigante que debieron cargar desde el pueblo hasta la finca. Mis tíos Paco y Luis eran los encargados de ir a comprarlo. Pero mientras mis tías esperaban, ellos llegaron casi dos horas después, medio borrachos y cargando el pescado. Era tan grande que tuvieron que ponerlo encima de la mesa del comedor. Le tomaron fotos, le hicieron video y hasta le pusieron nombre: Arnulfo. Así se llamaba el abogado que se suponía llegaría para la lectura del testamento. Era un hombre robusto, calvo y con bigotes largos. Mis tíos estaban tan borrachos que no sabían la diferencia entre un bagre y un róbalo, "el pescado de los abogados". Al fin y a al cabo a ellos no les importaba el tipo de pescado, lo que les importaba era que se llamara como el abogado.
Mis tías lo cortaron, lo adobaron y lo prepararon. Para poderlo cocinar tuvieron que utilizar una olla nueva que nunca habían estrenado porque desde hacía muchos años no había tanta gente en la finca. Fue un regalo de una vecina que a veces iba entre semana a cuidar la finca y se sentía agradecida porque le pagaban por barrer las hojas, airear la casa y darle comida a los animales. Las agarraderas de la olla eran difíciles de coger, pero mientras estuviera estable sobre el fogón, todo estaría bien. El problema sería después cuando ellas pidieron ayuda a mis tíos para bajarla y servir la sopa.
Mientras las señoras cocinaban, Paco y Luis siguieron la rasca con las garrafas de aguardiente. Desde la piscina se escuchaba cómo chiflaban, cantaban a grito herido las canciones de Vicente Fernández y los corridos prohibidos típicos de la zona. Descalzos y desentonados, bailaban mirando al cielo con los ojos cerrados. Ya eran las tres de la tarde y el abogado no llegaba. El sancocho ya estaba listo así que decidieron servir y guardarle en un plato aparte la porción del abogado. La olla la habían puesto encima del fogón. Pesaba tanto que Hermita tuvo que llamar a Paco y Luis para que le ayudaran a bajarla. Pero el alcohol ya estaba en todo su torrente sanguíneo. Desde el momento que los llamaron yo vi venir la tragedia que se avecinaba. Mis tíos apenas enfocaban las agarraderas y aún así insistían que ellos eran los encargados. Cada uno tomó un trapo sobre las orejas de la olla, pero estaban tan descoordinados que cuando la levantaron, el caldo del sancocho de pescado se tambaleó de lado a lado. Parecía tener vida propia y el líquido salió como si fuera una ola golpeando la arena. Lo vi todo en cámara lenta, pero en segundos, el caldo hirviendo salpicó sobre la mano de Luis e inmediatamente la soltó. Cuando golpeó el lado de la olla con el piso, el resto del caldo salpicó a los pies de ambos, quemándoles la piel y haciéndolos soltar por completo esa arca de Noé que no sobrevivió al diluvio. El caldo voló y se desplegó por el piso de toda la cocina, hasta llegar a la sala. Los gritos de Hermita, Gladis y Elvia ensordecieron la finca. Las gallinas corrieron, el perro ladró, los patos graznaron y las palomas mensajeras se estrellaban con las jaulas. Mi tía Jacinta muerta de risa sacó el celular para hacer un video. Como si estuviera disfrutando de la desgracia familiar de perder la comida.
-Hubiera sido mejor haber pedido un domicilio. Decía a carcajadas
Cuando Hermita la escuchó, tomó el primer sartén que encontró con la mano y se fue encima de ella. Pero mi papá alcanzó a tomarla por el brazo mientras ella gritaba:
-¡Cállese la jeta! Bastante razón tenía mi abuelo cuando decía que por eso la botaron, porque usted sólo sirve para estar peinada y ni un tinto sabe preparar. ¡Por eso fue que le pusieron los cachos y su marido la dejó!.
-Pues bien ido ese idiota que ni falta me hace. Se buscó una empleada que le cocinara y harta falta que le hacía a él. Para eso yo trabajo, para no tener que andar lavándole los calzones cagaos como sí le toca a usted mientras él anda por todo el país regando hijos con cualquier moza.
La histeria y los gritos incrementaban. Ya no había nada que hacer, el sancocho de pescado se había desplegado por el suelo. Mis tíos se sostenían sobre un piso resbaloso como si fuera hecho de cáscaras de bananos. Paco intentó salir de ahí, pero la pista de jabón y la borrachera lo hizo caer otra vez al suelo. Luis también perdió el equilibrio y ahora parecía una pista de lucha en un cuadrilátero de lodo. Ellos reían a carcajadas y yo no sabía si hacer lo mismo o calmar a las histéricas de mis tías. Hermita empezó a llorar y señalaba el suelo.
-¡Eso les pasa por andar tomando trago! Par de borrachos, se los dije. Con ustedes siempre es lo mismo, me tienen aburrida con esa falta de seriedad, tan viejos y siguen en esas.
En ese momento escuché el timbre de la puerta y me alejé del circo para ir a abrirla.
- Buenas tardes, ¿qué se le ofrece? le pregunté.
- Gracias, ¿esta es la finca de la familia Martínez García?
- Sí, ¿a quién busca?
- A mis hermanos. Mi nombre es Ángela.
En ese momento descifré su rostro y por fin había conocido a mi tío perdido. Venía acompañada del abogado y ruso del pueblo.
-Claro que sí, siga, estábamos a punto de almorzar. ¿Y usted qué necesita?, le pregunté al ruso.
-Yo le pedí que nos acompañara porque no sabíamos dónde quedaba la finca. Contestó el abogado y me miró con la complicidad porque al parecer el ruso no le quitaba a Ángela los ojos de encima.
Lo miré con afirmación sabiendo que era mentira. Le di la gracias y despedí al ruso.
-Muchas gracias por su compañía, espero tu llamada. Le dijo Ángela y se despidió de él con un beso en la mejilla.
Entramos con la risa entre los dientes y cerré la puerta. Nos fuimos acercando lentamente a la casa hasta la sala y de inmediato apareció el cuadro de la escena de circo como toda una obra de teatro.
Dos hombres en una lucha libre sobre la sopa regada por el suelo, riendo a carcajadas, lanzándose los pedazos de comida y hablando con la lengua enredada. Un hombre tomando por el brazo a una mujer que gritaba con un sartén en la mano. Otra mujer muy elegante haciendo un video del momento y riendo mientras comentaba la escena. Dos mujeres llorando como si el bagre hubiera sido el entierro del perro y un revoloteo de animales haciendo ruido por toda la finca.
-Te presento a tu familia. Los Martínez García. ¡Silencio todos! Grité. Llegó el tío Ángel.
Él me miró y rectifiqué.
-Perdón, la tía Ángela.
Todos enmudecieron, se hizo un silencio sepulcral y la revisaron de pies a cabeza.
-Hola a todos, que alegría verlos de nuevo.
Mi tío Paco y Luis se miraron y soltaron la risa:
-¡Llegó el heredero! Hasta bonita se ve la tía. Dijo Luis
-¡Y viene con el abogado!. Apresuré a decir.
Mi tía Hermita se limpió las lágrimas con el trapo de la cocina y se dirigió hacia él diciendo:
-Don Arnulfo siga se sienta y almuerza mientras limpiamos este desorden. Pero tranquilo que su plato ya estaba servido desde antes; fue el único que se salvó.
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