viernes, 31 de marzo de 2023

El ídolo al otro lado del espejo

Pasé la mano por el espejo para limpiar el vaho y empezó la escena de terror. Pensé que debía estar soñando. No era posible que la persona al otro lado del espejo no fuera yo. Salí del baño tropezándome con el marco de la puerta y gritando hacia la sala para verme en otro espejo y comprobar que no era cierto. Me vi pero borrosa; mi cara y mi cuerpo aparecía y desaparecía al otro lado del espejo. Sentí confusión pero un poco de alivio, pensé que necesitaría gafas, que estaba teniendo un momento de locura o de pánico. Regresé al baño y encendí al luz pero el vaho seguía mostrándome otra cosa. Mi cara era la cara de él. Grité otra vez y busqué el teléfono para llamar al Señor. Me había quedado sin batería y ese día no podía salir de mi casa. Cruzar la puerta era posiblemente morir en menos de quince días por el virus que estaba matado a miles de personas. Maldije la pandemia. Aún así estuve a punto de abrir, pero reaccioné; sabía que salir a cualquiera o a ninguna parte por puro miedo, era una completa estupidez. Me sentí impotente y vi mi corazón saltando como una pelota de tenis por debajo de mi piel. Respiré profundo, cerré los ojos y volví nuevamente al baño. Entré despacio y me asomé con cautela hacia el espejo. El terror se apoderaba de mí. 






Ahí estaba nuevamente él mirándome como si se hubiera disfrazado con mi alma. Puse la mano sobre el espejo y empecé a llorar. Quería romperlo. Nada tenía sentido, ¿Cómo era posible que mi cara no fuera la misma al otro lado? Tenía urgentemente que llamar al Señor, así que conecté el celular a la corriente y esperé una eternidad. Segundos infinitos que mostraban una pantalla negra hasta que por fin apareció la manzanita. Encendió y me pidió reconocimiento facial para desbloquearse pero no reconoció mi cara. Así que tuve que entrar con la clave numérica de ocho dígitos. La fecha de mi matrimonio. Se desbloqueó y marqué el primer número de teléfono de mis favoritos. Pensé que el Señor contestaría porque él era quien podía resolverme mis problemas, sobre todo el de mi cara perdida en el espejo del baño. Timbró varias veces hasta que la llamada se fue a buzón. Lo intenté nuevamente y nada. El tono de espera retumbaba mis oídos y mis manos seguían temblando como gelatina. Jamás llamo más de dos veces a alguien en un sólo intento, pero esa era una emergencia y estaba desesperada de mirarme y no ver mi verdadero rostro. Además él me contestaría cuando viera mi insistencia y me ayudaría. Por fin en la tercera llamada me contestó.

-¿Qué pasó? me dijo con desespero. 

-¿Con quién hablo? le dije. 

Alejé el teléfono para revisar el número y verificar que no me hubiera equivocado.

-Cómo así ¿Por qué me llamas de nuevo? Te llamé, hablamos hace menos de 15 minutos y te dije que iba a almorzar con unos colegas de trabajo. Me tocó salirme del restaurante para contestarte. ¿Qué es lo que pasa? ¿No te dije acaso que era un almuerzo importante? ¡Por favor!

Ese tono de fastidio de mi esposo al escuchar mi voz claramente no era la voz del Señor. Efectivamente me había equivocado. Sentí rabia pero no fui capaz de contestarle como debía. Le pedí disculpas y le dije que no quería molestarlo, que tal vez yo estaba loca, pero que había algo raro que me estaba pasando con el espejo del baño. La conversación no duró más de tres minutos. Me dijo que fuera al sicólogo, que buscara ayuda y que tenía que volver a la mesa porque Raúl lo estaba esperando. Colgamos, cerré la tapa de la cisterna y me senté encima de ella. Había perdido el número de teléfono del Señor. Empecé a llorar y no sabía qué hacer. No entendía por qué en ese espejo no aparecía mi cara. Luego de un par de unos minutos me calmé y me sequé las lágrimas con papel higiénico. Me sentí estúpida y más loca que nunca. En ese silencio me levanté de nuevo con valentía para ver la carota que salía al otro lado del espejo. Estaba decidida a enfrentarla. Pero como si la escena de terror hubiera terminado, ya no era la cara de mi esposo, esa había desaparecido y ahora era la cara del Señor. Sonreí y le pregunté. 

-¡¿Qué pasó?! ¿Por qué no pude verte, ni hablar contigo? ¿Dónde estabas?

Él sonrió y me habló con amor, con firmeza y con una sensatez que nunca olvidaré.

-Porque mientras te mires al espejo y tu ídolo sea tu pareja y no yo, te perderás en el otro, tanto, tanto, que serás irreconocible, simplemente no podrás verte. No podrás verme. Pero tranquila, no estás loca, sal a la calle; mira al cielo que ahí estoy para escucharte, como siempre. Cierra los ojos y deja que la luz del sol te permita verme.


*Consigna día 4 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Andreina: ¿Cómo se puede llegar a sentir una persona que se convierte en aquella que siempre ha tenido en un altar? La consigna consiste en escribir un relato en el que una persona se levante, se mire al espejo y no se reconozca. Lo que le devuelve el espejo es la imagen de su ídolo.

jueves, 30 de marzo de 2023

Poesía de otoño

Tail of the Dragon o la Cola del Dragón es una ruta en pleno parque nacional entre Tennessee y Carolina del Norte conocida también como US 129. Tiene 318 curvas en un tramo de más de 17 kilómetros y algunos dicen que es la mejor carretera de los Estados Unidos. Cuando me hablaron de ella me imaginé un montón de curvas intensas para conductores expertos y amantes de la velocidad. 

La hora de salida era a las 7:00 am. Hacía frío porque estaba terminando el otoño. Más de 20 carros encendidos quince minutos antes del  arranque, estaban parqueados al frente del hotel. Cada año un grupo de hombres se reúnen para vivir esa experiencia con olor a gasolina, radioteléfonos y tacómetros a reventar. Los pilotos se llenan de adrenalina manejando sus autos clásicos a través de una ruta de asfalto, pero que en mi mente está llena de castillos, dragones y princesas. Mi única tarea era ser la copiloto atenta a la caravana y por supuesto pendiente de no perder el equilibrio, porque decían que al final del día terminaría con vértigo, por el desplazamiento de los cristales diminutos e internos de mis oídos. Me sentía preparada, emocionada y ansiosa por conocer la famosa ruta del dragón. 

Antes de arrancar él me dijo que sentía algo extraño en el carro, pero mi optimismo me hacía creer que esa mañana de otoño soleada, sería la ruta perfecta y que nada fallaría. Pero no fue así. Nueve kilómetros de ruta y el auto como si estuviera bravo con su dueño, decidió no andar más. Once minutos después una grúa estaba alzando nuestro carruaje sobre una plataforma con cadenas, como si la magia se hubiera acabado. En ese momento la frustración de no poder conocer al dragón, de no sentir el rugido de las llantas y separarnos de todos, nos llenó de tristeza e impotencia. "A veinte minutos conseguimos un taller" nos dijo el conductor de la grúa que nos recogió. Mientras nos llevaba lentamente por la carretera al lugar que me imaginaba lleno de aceite, overoles y bayetillas colgando de los bolsillos de hombres grasosos, empecé a ver cómo las hojas caían lentamente sobre el panorámico. Por un momento me imaginé que el dragón estaba durmiendo y que ese no era el día para conocerlo. No había velocidad, el viento no se estrellaba sobre nosotros y la luz del sol aparecía como una melodía por entre los árboles. El conductor se salió de la carretera y nos fue llevando en medio de los árboles hasta la entrada de una cabaña con algo que parecía un establo. Bajó el auto, nos indicó que en breve llegaría el dueño del taller, nos dio la mano, se despidió y se fue. El único sonido que se escuchaba era el de los troncos balanceándose con el viento. Nuestros pasos cortos alrededor de la cabaña se mezclaban con las hojas quebrándose en el suelo. Levantamos la mirada y ahí estaba una de las imágenes más hermosas que he visto en mi vida. Árboles de otoño con pinceladas naranjas, amarillas rojas y cafés. Parecían pintados por la llama del fuego del dragón. 

Algunas hojas se soltaban como bailarinas que iban cayendo sobre mi cabeza, en medio de un bosque que me hacía sentir en un cuento de hadas. Pensé que ese sería el mejor recuerdo en el viaje del Tail of the Dragon. Pero un año después, luego del fin del siguiente verano, nuevamente íbamos andando en medio del otoño. Esta vez estábamos más preparados, con llantas nuevas, repuestos de emergencia y con el carruaje más brillante que nunca. En medio de la caravana mientras el choque del viento levantaba las hojas del suelo a más de cien millas, yo recordaba los minutos del 911; el momento del año anterior en el taller en medio del bosque. Como si el dragón hubiera escuchado mis pensamientos, la ruta se convirtió en algo grandioso. Las curvas eran como su cola que nos llevaba hasta la cima. El pavimento y los árboles como cuevas encima de él, dejaban ver perfectamente la anatomía armónica y cromática del dragón. Verdes degradados con la luz del sol entrando por las ramas. Destellos, por todas partes y hojas bailando con nosotros mientras hacíamos la ruta que nos había estado esperando. "Hacía muchos años no sentía algo como esto" me dijo él y sus palabras fueron como la voz de la naturaleza. 

Una poesía de otoño que jamás olvidaré y que me hizo sentir la magia del aire, los árboles y la tierra. Me sentí como una verdadera princesa.


*Consigna día 3 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Jingjing: relatar una experiencia de conexión con la naturaleza. Describir la escena, armar con palabras la imagen, contar lo que esa experiencia le produjo al personaje.

miércoles, 29 de marzo de 2023

La fuerza del Jedi

Me había jurado nunca vivir fuera del país. Y ahí estaba, sentada en un vagón del metro con la ciudad a mi espalda y teniendo de frente a un montón de desconocidos. A nadie le importaba si estaba peinada, con pantalones naranja o si mi pelo era rojo. Aunque el olor de la mañana era frío, como el petricor de la tierra secada por el viento luego de un aguacero, me gustaba cerrar los ojos y reconocer esa ciudad de sol radiante. Entraba casi de frente y golpeaba mi cara en medio de la velocidad de los árboles que intentaban cubrir la luz. Me movía despacio como si los rieles flotaran y no extrañaba el transporte urbano ni los huecos de mi ciudad. 

Aunque los que estaban sentados a mi alrededor hablaban mi mismo idioma, sus preocupaciones no eran sobre la seguridad del celular, el recibo de la luz o el mercado que se había acabado. Parecían preocupados por llegar a tiempo al trabajo, por terminar el libro o por mantener sus audífonos conectados a sus orejas. Observarlos con tanto detenimiento ponía nerviosos a los niños, que parecían leer mis pensamientos mientras yo los miraba con el anhelo de haber sido mamá. Uno de ellos tenía los ojos azules como el cielo, como los de mi abuelo. Lo llamé Jedi. Llevaba puesta una camiseta de Star Wars con la fuerza estampada sobre él. Recordé a mi mejor amigo y entendí porqué se había ido años atrás a más de dos mil cuatrocientos kilómetros de la vida de una ciudad tan caótica como Bogotá. Él era fanático de esas películas con personajes con forma de pescado, ciudades polvorientas y rayos láser. 

El niño me miraba de reojo porque mi sonrisa aumentaba cada vez que buscaba la manera de conectarse conmigo. Le hice una seña con mis manos acerca de su camiseta. Le dije que me gustaba con mis cejas y mi dedo pulgar. La madre del niño leía un libro y no se preocupó porque una extraña como yo hiciera mímica con su hijo. En mi país observar tanto a alguien así es intimidante y lo primero que piensan es que la intención de hablar con ellos trae una manotada de acoso. Pero ahí no. Las personas se podían mirar a los ojos o simplemente no mirarse. Disfruté esa libertad y al mismo tiempo esa soledad. Lejos de los míos, sin pareja, sin hijos pero viviendo mi vida para buscar historias. Me había prometido romper las reglas para enfrentarme a una ciudad más lejana que la de mi mejor amigo. Ahora era yo quien estaba a ocho mil kilómetros de distancia, entre las estaciones, los acentos con la lengua sobre los dientes para pronunciar la zeta y el frío que congelaba mi nariz. Todo eso me hacía feliz. Cuando era pequeña jugaba con mis hermanas a imaginar que fumábamos con el vaho de la madrugada en el pueblo de mis abuelos. Ahora él salía espontáneo de mi boca por el invierno y ni los guantes, el gorro de montaña o el abrigo térmico, me hacían sentir el calor suficiente para no tener que cubrirme y verme como un pingüino. 



El metro redujo su velocidad y el niño se puso de pie. Haló la rompevientos de su madre para que dejara de leer y se alistara para la parada. Ella cerró su libro y me sorprendió ver lo que estaba leyendo. Se puso de pie con la indiferencia propia de las mujeres europeas, tomó a su hijo de la mano y antes de que se detuviera por completo el metro, me miró. Ella me reconoció y aunque sabía que quería hablar conmigo, Jedi la haló con su mano para bajarla del vagón. Como si ella fuera la niña y su hijo el adulto, se detuvo como si quisiera subirse nuevamente pero ya era demasiado tarde. Me sonrió y levantó su libro. Yo la miré, asentí y le sonreí mientras las puertas se cerraban en cámara lenta. Hablamos del libro en nuestra imaginación hasta que desapareció de la estación. Ella llevaba en su mano el primer libro que escribí y me sentí feliz de ser tan extrañamente reconocida. Había valido la pena el viaje, el vaho salió de mi boca expulsado con un par de lágrimas de felicidad y sentí la fuerza del Jedi estampada en mi pecho.


*Consigna día 2 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Huarí Jacques Nguyen: escribir un texto que tenga a un joven latinoamericano como protagonista. Este hombre, o mujer, que vive ahora en una ciudad lejana y enorme, después de una vida de pueblo en su país de origen... ¿En qué piensa mientras vuelve a su casa en el metro?