Me había jurado nunca vivir fuera del país. Y ahí estaba, sentada en un vagón del metro con la ciudad a mi espalda y teniendo de frente a un montón de desconocidos. A nadie le importaba si estaba peinada, con pantalones naranja o si mi pelo era rojo. Aunque el olor de la mañana era frío, como el petricor de la tierra secada por el viento luego de un aguacero, me gustaba cerrar los ojos y reconocer esa ciudad de sol radiante. Entraba casi de frente y golpeaba mi cara en medio de la velocidad de los árboles que intentaban cubrir la luz. Me movía despacio como si los rieles flotaran y no extrañaba el transporte urbano ni los huecos de mi ciudad.
Aunque los que estaban sentados a mi alrededor hablaban mi mismo idioma, sus preocupaciones no eran sobre la seguridad del celular, el recibo de la luz o el mercado que se había acabado. Parecían preocupados por llegar a tiempo al trabajo, por terminar el libro o por mantener sus audífonos conectados a sus orejas. Observarlos con tanto detenimiento ponía nerviosos a los niños, que parecían leer mis pensamientos mientras yo los miraba con el anhelo de haber sido mamá. Uno de ellos tenía los ojos azules como el cielo, como los de mi abuelo. Lo llamé Jedi. Llevaba puesta una camiseta de Star Wars con la fuerza estampada sobre él. Recordé a mi mejor amigo y entendí porqué se había ido años atrás a más de dos mil cuatrocientos kilómetros de la vida de una ciudad tan caótica como Bogotá. Él era fanático de esas películas con personajes con forma de pescado, ciudades polvorientas y rayos láser.
El niño me miraba de reojo porque mi sonrisa aumentaba cada vez que buscaba la manera de conectarse conmigo. Le hice una seña con mis manos acerca de su camiseta. Le dije que me gustaba con mis cejas y mi dedo pulgar. La madre del niño leía un libro y no se preocupó porque una extraña como yo hiciera mímica con su hijo. En mi país observar tanto a alguien así es intimidante y lo primero que piensan es que la intención de hablar con ellos trae una manotada de acoso. Pero ahí no. Las personas se podían mirar a los ojos o simplemente no mirarse. Disfruté esa libertad y al mismo tiempo esa soledad. Lejos de los míos, sin pareja, sin hijos pero viviendo mi vida para buscar historias. Me había prometido romper las reglas para enfrentarme a una ciudad más lejana que la de mi mejor amigo. Ahora era yo quien estaba a ocho mil kilómetros de distancia, entre las estaciones, los acentos con la lengua sobre los dientes para pronunciar la zeta y el frío que congelaba mi nariz. Todo eso me hacía feliz. Cuando era pequeña jugaba con mis hermanas a imaginar que fumábamos con el vaho de la madrugada en el pueblo de mis abuelos. Ahora él salía espontáneo de mi boca por el invierno y ni los guantes, el gorro de montaña o el abrigo térmico, me hacían sentir el calor suficiente para no tener que cubrirme y verme como un pingüino.
El metro redujo su velocidad y el niño se puso de pie. Haló la rompevientos de su madre para que dejara de leer y se alistara para la parada. Ella cerró su libro y me sorprendió ver lo que estaba leyendo. Se puso de pie con la indiferencia propia de las mujeres europeas, tomó a su hijo de la mano y antes de que se detuviera por completo el metro, me miró. Ella me reconoció y aunque sabía que quería hablar conmigo, Jedi la haló con su mano para bajarla del vagón. Como si ella fuera la niña y su hijo el adulto, se detuvo como si quisiera subirse nuevamente pero ya era demasiado tarde. Me sonrió y levantó su libro. Yo la miré, asentí y le sonreí mientras las puertas se cerraban en cámara lenta. Hablamos del libro en nuestra imaginación hasta que desapareció de la estación. Ella llevaba en su mano el primer libro que escribí y me sentí feliz de ser tan extrañamente reconocida. Había valido la pena el viaje, el vaho salió de mi boca expulsado con un par de lágrimas de felicidad y sentí la fuerza del Jedi estampada en mi pecho.
*Consigna día 2 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Huarí Jacques Nguyen: escribir un texto que tenga a un joven latinoamericano como protagonista. Este hombre, o mujer, que vive ahora en una ciudad lejana y enorme, después de una vida de pueblo en su país de origen... ¿En qué piensa mientras vuelve a su casa en el metro?
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