viernes, 29 de septiembre de 2023

El hombre amarillo

El sol caía como una bala sobre mi cara y el ceño fruncido no me dejaba ver bien a los que cruzaban la entrada al otro lado de la acera. Sentada con medio cuerpo sobre el césped, con los hombros descubiertos y los codos en ángulo recto hasta la cintura, pasaba el día como si la vida no tuviera sentido. Con un audífono en mi oreja de mil aretes escuchaba “Los Planetas” de 1280 Almas y el resto de mi cuerpo se escurría sobre las gradas del cemento. Mis piernas tarareaban el tema que hablaba de los amigos de Marte y mientras tanto yo pensaba en cuánto podía hacerse la Mona de la esquina a punta de cigarrillos. El olor podía sentirlo como si estuviera al lado mío. Entre su caseta y yo, nos separaba una plazoleta que se llenaba de estudiantes de todas las especies. Algunos pertenecían a mi facultad, otros se notaba que acababan de llegar y los más viejos eran los mismos de siempre que parecían no tener hogar. Se les veía sobrevivir como entes extraterrestres universitarios sin propósito. Sus cabezas se transformaban en tentáculos, los ojos en moscas gigantes y el universo de Saturno y Venus de las 1280 Almas de mi reproductor de música cada vez se volvía más real. Entre más los miraba, más los odiaba por el simple hecho de verlos aspirar nicotina con tanto placer. 

El cigarrillo me producía total desagrado, me traía malos recuerdos y el cálculo de la venta de la Mona por cada colilla que luego quedaba en el suelo, me seguía retumbando la cabeza. El sol seguía apuntaba cada vez más fuerte y antes de que mis hombros empezaran a enrojecerse, vi a un hombre de pantalón amarillo acercándose a la Mona. Nadie sabía su nombre pero todos los conocían, era imposible que pasara desapercibido. Él tenía fama de vestirse todos los días de amarillo con negro. A veces eran sus botas, otro día eran sus camisetas, chaquetas o pantalones como estaba ese día de aire ardiente. 

Mientras el sol seguía calentando el viento, las pecas sobresalieron de mis hombros y los transeúntes aumentaban su tamaño de extraterrestres. Detenidamente vi al hombre amarillo sacar de su bolsillo dos paquetes envueltos en papel periódico. Uno se lo entregó a la mona y el otro lo sostuvo en una de sus manos. Me imaginé que él era el encargado de hacer las entregas de las pacas de cigarrillos del día. Así que me levanté, me quité el audífono y caminé hacia él, atravesando las mil doscientas ochenta almas que seguían deambulando por la plazoleta. 

Como si estuviera en medio de una autopista con carros, atravesé la marea de personas para intentar llegar a él sin tropezarme con nadie. No le quité los ojos de encima y cuando estaba a menos de dos metros de distancia me miró fijamente. Sacó un encendedor de su bolsillo y con el dedo gordo sobre el pulsador, vi cómo en cámara lenta lo encendió y lo lanzó al suelo. Inmediatamente se levantó una línea de calor ardiente sobre algo que parecía un charco de agua. El humo con su capa gigante convirtió el lugar en una escena de neblina y poca respiración en cámara lenta. El hombre amarillo lanzó el paquete que sostenía en su otra mano al suelo. En cuestión de segundos dio tres zancadas y el detonar de una explosión de papeles que volaron por el cielo cubrieron su huída. El impacto levantó mi pelo, mi cuerpo y el mundo planetario en el que me encontraba. Caí de espalda sobre el pavimento y sabía que no volvería a ponerme de pie. 

El hombre amarillo convirtió aquel lugar pacífico en un big bang de ideas socialistas que acabaron con mi camino y mi vida. Mi columna se enterró en el asfalto y me convirtió en la mujer extraterrestre de la silla de ruedas.

viernes, 15 de septiembre de 2023

El viajero fantástico

La primera vez que lo vi fue en el jardín de la casa de la cinta de cine, El Fabuloso destino de Amélie Poulain. En medio de las flores, sobre una piedra, con su sombrero naranja casi rojo, apuntando al cielo y sus ojos de párpados caídos, la madre de Amélie lo sembró para adornar la entrada de su casa. 

Ese duendecillo de cemento me recordaba la mirada azul de mi abuelo. El padre de Amélie, Raphaël Poulain, luego de la muerte de su esposa, se aseguró de mantenerlo siempre impecable. Como un obediente gnomo de jardín, se veía pintado, limpio y bien sembrado. Un día, desapareció. Apenas el sonido de la reja se escuchó cuando Raphaël sintió que el duende habría cobrado vida y se había ido de casa. Cada mes le llegaba una postal desde algún lugar del mundo como un viajero fantástico sin saber ni cómo ni con quién lo hacía posible. Esa idea de ser un viajero sin destino, me pareció fabulosa. 

Fue así como un día me levanté, entré al taller de arte, ablandé un bloque de arcilla y sobre una tabla de madera, armé una estructura. Del polvo de la tierra, lo formé en el barro y cuando terminé, soplé sobre su nariz.  Tomó vida. Aquel personaje era tan especial como el Pinocho de Carlo Collodi. Hice realidad mi viajero fantástico. Gasté una semana buscando que los rasgos fueran los mismos de la cinta. Que su barba se viera lo más natural posible, que los pliegues de la ropa cayeran como tela real, que la arcilla perdiera la gravedad y que sus zapatos de cuero le permitieran viajar a cualquier país. Lo tallé con tanto cuidado que sentía que podía cobrar vida. Lo dejé cerca a la ventana, esperé y esperé a que el viento tocara su cara de pómulos salidos, sonrisa tranquila y ojos pequeños. 

Ese objeto era mi viejito, uno inerte pero con el alma tan viva como la de un niño. Tardó un mes en secarse y como si se hubiera envejecido, las grietas de la arcilla empezaron a asomarse por la espalda. Antes de que empezara a quebrarse y que tal vez sus piernas no le permitieran viajar a los lugares donde quería llevarlo. Mi mejor amigo me dijo que lo horneara, que lo cociera para quitarle la humedad, endurecerlo y así su cuerpo de arcilla permanecería intacto en el tiempo. Asó lo hice y quedó tan perfecto, que ya no quería tener uno sólo, quería más. 

Algo dentro de mí se imaginó un montón de viajeros fantásticos por toda mi casa. Sentí que si los hacía realidad, ellos iban a querer recorrer el mundo, abrir la reja y salir de mi jardín como lo había hecho el de Raphaël Poulain. Así que con la ayuda de un molde de fibra, repliqué en yeso siete viajeros más. Entraron a mi casa tal cual como me los imaginé.  Con sus piecitos blancos, entraron en fila y como si fueran chocolates blancos de la fábrica de Willy Wonka,  se sentaron a esperar la magia del acrílico y los pinceles. 

Sobre la mesa de madera y con la luz entrando por la ventana, uno a uno me fue contando a qué lugar, época, acompañante y con qué personalidad quería viajar. Eran. mis enanos, mis confidentes y hablé con ellos como lo hacía Amélie Poulain. Con el mapa del mundo en su sombrero y apuntando al cielo como una brújula, hice cada trazo con amor, pulso y toda la paciencia necesaria. Desde el viajero blanco con trazos tipográficos, el plateado de una tienda lounge, pasando por los tonos pasteles del Vintage, el blanco y negro del Stormtrooper, los colores intensos de Brito y Supermán, hasta los tonos de los gnomos clásicos de sombrero rojo, suéter verde, pantalones vinotinto y botas marrón, uno a uno fueron partiendo de mi jardín. 

Un día alguien tocó a mi puerta y como si hubiera mordido la manzana envenada, se detuvo mi inspiración. Una oleada de viento congeló mis dedos, las pinturas se secaron y algunos se quebraron porque les faltó la capa de protección para la tormenta, los truenos y la lluvia. Años después mientras miraba el jardín por mi ventana, con las canas enredadas y las arrugas en mi cara, escuché algo bajo la puerta de mi casa. Eran un montón de fotos de todos mis viajeros por el mundo. Pero venían acompañadas de una carta. Sentí que era la voz mi abuelo: "Es hora de levantarte y salir a buscar los gnomos de tu jardín. Empaca tu maleta y empieza ya a viajar.” Atte. Raphaël Poulain. Alguien quería hacerme volver a la vida; así como yo lo había hecho con mis viajeros fantásticos.  Dios llegó a mi puerta, me sopló su aliento en la nariz y me volvió a la vida.