El sol caía como una bala sobre mi cara y el ceño fruncido no me dejaba ver bien a los que cruzaban la entrada al otro lado de la acera. Sentada con medio cuerpo sobre el césped, con los hombros descubiertos y los codos en ángulo recto hasta la cintura, pasaba el día como si la vida no tuviera sentido. Con un audífono en mi oreja de mil aretes escuchaba “Los Planetas” de 1280 Almas y el resto de mi cuerpo se escurría sobre las gradas del cemento. Mis piernas tarareaban el tema que hablaba de los amigos de Marte y mientras tanto yo pensaba en cuánto podía hacerse la Mona de la esquina a punta de cigarrillos. El olor podía sentirlo como si estuviera al lado mío. Entre su caseta y yo, nos separaba una plazoleta que se llenaba de estudiantes de todas las especies. Algunos pertenecían a mi facultad, otros se notaba que acababan de llegar y los más viejos eran los mismos de siempre que parecían no tener hogar. Se les veía sobrevivir como entes extraterrestres universitarios sin propósito. Sus cabezas se transformaban en tentáculos, los ojos en moscas gigantes y el universo de Saturno y Venus de las 1280 Almas de mi reproductor de música cada vez se volvía más real. Entre más los miraba, más los odiaba por el simple hecho de verlos aspirar nicotina con tanto placer.
El cigarrillo me producía total desagrado, me traía malos recuerdos y el cálculo de la venta de la Mona por cada colilla que luego quedaba en el suelo, me seguía retumbando la cabeza. El sol seguía apuntaba cada vez más fuerte y antes de que mis hombros empezaran a enrojecerse, vi a un hombre de pantalón amarillo acercándose a la Mona. Nadie sabía su nombre pero todos los conocían, era imposible que pasara desapercibido. Él tenía fama de vestirse todos los días de amarillo con negro. A veces eran sus botas, otro día eran sus camisetas, chaquetas o pantalones como estaba ese día de aire ardiente.
Mientras el sol seguía calentando el viento, las pecas sobresalieron de mis hombros y los transeúntes aumentaban su tamaño de extraterrestres. Detenidamente vi al hombre amarillo sacar de su bolsillo dos paquetes envueltos en papel periódico. Uno se lo entregó a la mona y el otro lo sostuvo en una de sus manos. Me imaginé que él era el encargado de hacer las entregas de las pacas de cigarrillos del día. Así que me levanté, me quité el audífono y caminé hacia él, atravesando las mil doscientas ochenta almas que seguían deambulando por la plazoleta.
Como si estuviera en medio de una autopista con carros, atravesé la marea de personas para intentar llegar a él sin tropezarme con nadie. No le quité los ojos de encima y cuando estaba a menos de dos metros de distancia me miró fijamente. Sacó un encendedor de su bolsillo y con el dedo gordo sobre el pulsador, vi cómo en cámara lenta lo encendió y lo lanzó al suelo. Inmediatamente se levantó una línea de calor ardiente sobre algo que parecía un charco de agua. El humo con su capa gigante convirtió el lugar en una escena de neblina y poca respiración en cámara lenta. El hombre amarillo lanzó el paquete que sostenía en su otra mano al suelo. En cuestión de segundos dio tres zancadas y el detonar de una explosión de papeles que volaron por el cielo cubrieron su huída. El impacto levantó mi pelo, mi cuerpo y el mundo planetario en el que me encontraba. Caí de espalda sobre el pavimento y sabía que no volvería a ponerme de pie.
El hombre amarillo convirtió aquel lugar pacífico en un big bang de ideas socialistas que acabaron con mi camino y mi vida. Mi columna se enterró en el asfalto y me convirtió en la mujer extraterrestre de la silla de ruedas.
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