martes, 4 de marzo de 2025

El color de la muerte

Yo pensaba que la muerte llegaba una sola vez y que era oscura. Que se paraba en las puertas de una clínica a esperar a que el alma se desvaneciera para guardarla entre una bolsa de almas y que no quedaran perdidas. Pensaba que era negra, con una guadaña y con capa. La primera vez que llegó a mi cabeza, tenía 10 años. Estaba en mi habitación, un domingo y con un sol resplandeciente que podía ver por la ventana. Era un día tan lindo y lleno de tanto calor familiar, que agradecí por ese momento, pero una voz retumbó mi cabeza. En vez de decirme que era para siempre, escuché algo dentro de mí que me decía, esta vida que tienes, algún día se va a acabar. Vas a morir. Inmediatamente salí corriendo al cuarto de mis papás y allí, mientras veían televisión, mi padre vio mi cara de terror y angustia. Me preguntó que qué me pasaba y lo único que se me ocurrió hacer, fue acostarme a su lado y abrazarlo fuertemente pensando que en vez de sentir amor por la vida, estaba aterrada y llena de miedo de sólo imaginarme que algún día yo iba a morir y que él o cualquier persona de mi familia, iban a morir algún día. 

Un par de años después, sentí que la sombra negra golpeó la puerta de mi casa. Aunque mi mamá fue la que abrió y mi papá entró, ella cerró lo suficientemente rápido que apenas pude ver una sombra negra. Pero la sentí y vi a mi padre llorar por culpa de la muerte. Sentí rabia y al mismo tiempo sorpresa. Era la primera vez que ese hombre fuerte, exigente y sólido como un roble, lloraba delante mío. Mi mamá lo abrazó y en esos instantes sentí que la muerte había llegado para llevarse a mi abuelito Pablo. No puedo recordar muchos detalles de ese suceso, pues sentía que entre más lo olvidara, la muerte estaría más lejos y se demoraría muchos años más en volver. Mi cabeza me hacía pensar que entre menos hablara y pensara en ella, tendría el poder de ahuyentarla y alejarla de mí, en especial de mi familia.

A mis veintiún años, pude ver a la muerte frente a mis ojos. No era a mí a quien buscaba y tampoco era negra como me la imaginaba, era amarilla, pálida y sin fuerza. Seguía siendo fea. Mi abuelo Luis le había entregado su alma y ahora ella habitaba su cuerpo y la habitación completa. Estaba sentada en una cama de un cuarto brillante. Recuerdo que había mucha luz por todas partes. Los pájaros de él, ya no cantaban y hasta las nubes se habían detenido en el cielo. El tiempo no existía. Antes de que ella llegara, pude sentirla. Creo que venía con mi mamá, mi tía, mi papá y conmigo en el carro que era de mi abuelo, mientras desafiábamos los riscos de la carretera entre Bucaramanga y Zapatoca a más de 100 km/h para llegar a verlo. Cuando entramos a la habitación, él estaba vivo, pero como si él estuviera esperándolas para despedirse, y a la muerte para irse con ella, sentí que le absorbió el alma y la muerte se quedó habitando en su cuerpo. Mis ojos terrenales desde ese día dejaron de ser los mismos. Me había quedado un poco ciega, la muerte se había llevado los ojos más hermosos y azules que he visto. Jamás he podido olvidarlo.

Como ya sabía que era amarilla y no negra, estaba segura que la volvería a ver y con exactamente ese mismo color; pensé que así sería la próxima vez que estuviera cerca de ella. Pero no. La volví a ver cuando entré a la funeraria, al día siguiente que murió mi abuelita Cenaida. Era verde, ya no era tan fea, ahora era de un verde jade lleno de rosas blancas, como un jardín que nunca más volví a ver. Literalmente no se podía caminar dentro de la sala de la cantidad de arreglos florales que había. Todos blancos, con hojas verdes y flores, flores, muchas flores. Recuerdo conté más de cuarenta y no dejaba de asombrarme de la cantidad y de expresiones de amor, en el jardín de las rosas blancas. Ahí, en ese momento, sentí un olor que podría agregar a mi lista de ítems para reconocer cuándo está cerca la muerte. Ver el dolor en los ojos verdes de mi madre, me hacía perder un poco de mí. Pensaba que ese era el orden de las cosas, que los abuelos se iban primero, pero aún me quedaba viva una abuelita, tenía que buscarla, compartir más con ella y agradecer por tenerla.

La siguiente vez que llegó la muerte justo a la puerta de mi casa, venía roja, como morada y vintotinto. Era intensa, sin forma y como con una crueldad en la voz de una enfermera insensible cuando me dijo por segunda vez, que había perdido los bebés que venían en camino. En ese momento recordé a mi niña de diez años, a la que no iba a poder hablarle nunca en el futuro, porque la vida que debía crear dentro de mí, no venía físicamente conmigo. Creí que nunca sería mamá, la tradicional, la que me había inventado desde que tuve uso de razón. Pensé que la muerte era la que decidía sobre el destino de mi vida. No entendía nada. Estaba distraída, pensando en complacer a mi pareja, en la vanidad que él me exigía y en vivir sin poner como prioridad a Dios. Era débil y me faltaba firmeza. Pero luego de todo eso entendí que tenía que morir algo en mí, para entender que la muerte no es un castigo, es simplemente una parte de la vida, una parte muy dura de la vida, con un costo muy alto cuando somos tercos, pero que viene cargada de fuerza y cosas maravillosas cuando le hacemos caso al de arriba.

La muerte siguió llegando una y otra vez, merodeando de maneras extrañas. Se puso muda, incolora y se hizo debajo de mi mano cuando murió Óscar, pero ese amigo tan corto con el que compartí su último aliento, me enseñó sobre la valentía. Llegó de color violeta con la muerte de mi tía Hilda y me enseñó el significado del perdón. Ella dejó un jardín precioso de orquídeas. Continuó llegando de color madera con la muerte de mi abuelita Luca, pero me enseñó sobre la oración, la Virgen María, la humildad y la sencillez. También llegó con las cortinas cerradas, con la muerte de mi tío Guillermo, que me reafirmó la importancia de estar presente. Luego llegó distraída, vestida de rosado con la muerte repentina de mi prima Diana, pero me enseñó sobre la compasión y la importancia de la depresión en la vida de las personas. Finalmente la última vez que la vi, llegó azul con la muerte de Francis, mi cuñado. Y con esa visita, tuve que ver como se iba marchitando la vida muy lentamente, pues sentí que el tiempo no transcurría. Casi me tumba. Esa pérdida, me enseñó sobre la generosidad, la paciencia, a entender el significado real de la fe, a no cuestionar sobre la fecha exacta del final de la vida y a permanecer en silencio. Fue tan reciente, que a veces siento que la muerte aún deambula por las habitaciones. No podría describir el miedo que en ocasiones eso me produce. 

Cada una de esas pérdidas ha dejado cicatrices profundas en mi corazón, unas más difíciles que otras, pero son todas tan distintas, que no dejo de admirar a quienes tienen remaches y tornillos que tuvieron que ponerle a sus corazones para seguir manteniéndose de pie con tanto dolor. Siento que la muerte me sigue diciendo cosas, pero debo devolver la película y reforzar todo lo que me ha enseñado; sin duda, he aprendido a ver la muerte de otra manera. He entendido que hay un lugar para nuestras almas, un lugar lleno de colores, en un jardín hermoso, lleno de flores y con tanta paz, que es imposible describirlo con palabras. Ahí donde quieran que estén, les pido que sigan siendo mis ángeles, que me llenen de vida, que me hagan sentir que la meta es el cielo y quiero que sepan que me hace feliz que todas estén en algún lugar juntas. Ustedes almas de colores, sigan abriendo el camino para que cada vez que miremos al cielo, podamos verlas al mismo tiempo entre la lluvia y el sol. Sean nuestro arcoiris para poderlas ver.

Hoy creo que la muerte, no es de un sólo color. Que la vida viene con ella, que no es mala, que es muy dura, pero no es mala. Que es tan intensa, que para conocerla, hay que cerrar los ojos, hay que confiar y morir para renacer, que debemos respirar de nuevo y como siempre: llegar a Dios. 

 

viernes, 29 de septiembre de 2023

El hombre amarillo

El sol caía como una bala sobre mi cara y el ceño fruncido no me dejaba ver bien a los que cruzaban la entrada al otro lado de la acera. Sentada con medio cuerpo sobre el césped, con los hombros descubiertos y los codos en ángulo recto hasta la cintura, pasaba el día como si la vida no tuviera sentido. Con un audífono en mi oreja de mil aretes escuchaba “Los Planetas” de 1280 Almas y el resto de mi cuerpo se escurría sobre las gradas del cemento. Mis piernas tarareaban el tema que hablaba de los amigos de Marte y mientras tanto yo pensaba en cuánto podía hacerse la Mona de la esquina a punta de cigarrillos. El olor podía sentirlo como si estuviera al lado mío. Entre su caseta y yo, nos separaba una plazoleta que se llenaba de estudiantes de todas las especies. Algunos pertenecían a mi facultad, otros se notaba que acababan de llegar y los más viejos eran los mismos de siempre que parecían no tener hogar. Se les veía sobrevivir como entes extraterrestres universitarios sin propósito. Sus cabezas se transformaban en tentáculos, los ojos en moscas gigantes y el universo de Saturno y Venus de las 1280 Almas de mi reproductor de música cada vez se volvía más real. Entre más los miraba, más los odiaba por el simple hecho de verlos aspirar nicotina con tanto placer. 

El cigarrillo me producía total desagrado, me traía malos recuerdos y el cálculo de la venta de la Mona por cada colilla que luego quedaba en el suelo, me seguía retumbando la cabeza. El sol seguía apuntaba cada vez más fuerte y antes de que mis hombros empezaran a enrojecerse, vi a un hombre de pantalón amarillo acercándose a la Mona. Nadie sabía su nombre pero todos los conocían, era imposible que pasara desapercibido. Él tenía fama de vestirse todos los días de amarillo con negro. A veces eran sus botas, otro día eran sus camisetas, chaquetas o pantalones como estaba ese día de aire ardiente. 

Mientras el sol seguía calentando el viento, las pecas sobresalieron de mis hombros y los transeúntes aumentaban su tamaño de extraterrestres. Detenidamente vi al hombre amarillo sacar de su bolsillo dos paquetes envueltos en papel periódico. Uno se lo entregó a la mona y el otro lo sostuvo en una de sus manos. Me imaginé que él era el encargado de hacer las entregas de las pacas de cigarrillos del día. Así que me levanté, me quité el audífono y caminé hacia él, atravesando las mil doscientas ochenta almas que seguían deambulando por la plazoleta. 

Como si estuviera en medio de una autopista con carros, atravesé la marea de personas para intentar llegar a él sin tropezarme con nadie. No le quité los ojos de encima y cuando estaba a menos de dos metros de distancia me miró fijamente. Sacó un encendedor de su bolsillo y con el dedo gordo sobre el pulsador, vi cómo en cámara lenta lo encendió y lo lanzó al suelo. Inmediatamente se levantó una línea de calor ardiente sobre algo que parecía un charco de agua. El humo con su capa gigante convirtió el lugar en una escena de neblina y poca respiración en cámara lenta. El hombre amarillo lanzó el paquete que sostenía en su otra mano al suelo. En cuestión de segundos dio tres zancadas y el detonar de una explosión de papeles que volaron por el cielo cubrieron su huída. El impacto levantó mi pelo, mi cuerpo y el mundo planetario en el que me encontraba. Caí de espalda sobre el pavimento y sabía que no volvería a ponerme de pie. 

El hombre amarillo convirtió aquel lugar pacífico en un big bang de ideas socialistas que acabaron con mi camino y mi vida. Mi columna se enterró en el asfalto y me convirtió en la mujer extraterrestre de la silla de ruedas.

viernes, 15 de septiembre de 2023

El viajero fantástico

La primera vez que lo vi fue en el jardín de la casa de la cinta de cine, El Fabuloso destino de Amélie Poulain. En medio de las flores, sobre una piedra, con su sombrero naranja casi rojo, apuntando al cielo y sus ojos de párpados caídos, la madre de Amélie lo sembró para adornar la entrada de su casa. 

Ese duendecillo de cemento me recordaba la mirada azul de mi abuelo. El padre de Amélie, Raphaël Poulain, luego de la muerte de su esposa, se aseguró de mantenerlo siempre impecable. Como un obediente gnomo de jardín, se veía pintado, limpio y bien sembrado. Un día, desapareció. Apenas el sonido de la reja se escuchó cuando Raphaël sintió que el duende habría cobrado vida y se había ido de casa. Cada mes le llegaba una postal desde algún lugar del mundo como un viajero fantástico sin saber ni cómo ni con quién lo hacía posible. Esa idea de ser un viajero sin destino, me pareció fabulosa. 

Fue así como un día me levanté, entré al taller de arte, ablandé un bloque de arcilla y sobre una tabla de madera, armé una estructura. Del polvo de la tierra, lo formé en el barro y cuando terminé, soplé sobre su nariz.  Tomó vida. Aquel personaje era tan especial como el Pinocho de Carlo Collodi. Hice realidad mi viajero fantástico. Gasté una semana buscando que los rasgos fueran los mismos de la cinta. Que su barba se viera lo más natural posible, que los pliegues de la ropa cayeran como tela real, que la arcilla perdiera la gravedad y que sus zapatos de cuero le permitieran viajar a cualquier país. Lo tallé con tanto cuidado que sentía que podía cobrar vida. Lo dejé cerca a la ventana, esperé y esperé a que el viento tocara su cara de pómulos salidos, sonrisa tranquila y ojos pequeños. 

Ese objeto era mi viejito, uno inerte pero con el alma tan viva como la de un niño. Tardó un mes en secarse y como si se hubiera envejecido, las grietas de la arcilla empezaron a asomarse por la espalda. Antes de que empezara a quebrarse y que tal vez sus piernas no le permitieran viajar a los lugares donde quería llevarlo. Mi mejor amigo me dijo que lo horneara, que lo cociera para quitarle la humedad, endurecerlo y así su cuerpo de arcilla permanecería intacto en el tiempo. Asó lo hice y quedó tan perfecto, que ya no quería tener uno sólo, quería más. 

Algo dentro de mí se imaginó un montón de viajeros fantásticos por toda mi casa. Sentí que si los hacía realidad, ellos iban a querer recorrer el mundo, abrir la reja y salir de mi jardín como lo había hecho el de Raphaël Poulain. Así que con la ayuda de un molde de fibra, repliqué en yeso siete viajeros más. Entraron a mi casa tal cual como me los imaginé.  Con sus piecitos blancos, entraron en fila y como si fueran chocolates blancos de la fábrica de Willy Wonka,  se sentaron a esperar la magia del acrílico y los pinceles. 

Sobre la mesa de madera y con la luz entrando por la ventana, uno a uno me fue contando a qué lugar, época, acompañante y con qué personalidad quería viajar. Eran. mis enanos, mis confidentes y hablé con ellos como lo hacía Amélie Poulain. Con el mapa del mundo en su sombrero y apuntando al cielo como una brújula, hice cada trazo con amor, pulso y toda la paciencia necesaria. Desde el viajero blanco con trazos tipográficos, el plateado de una tienda lounge, pasando por los tonos pasteles del Vintage, el blanco y negro del Stormtrooper, los colores intensos de Brito y Supermán, hasta los tonos de los gnomos clásicos de sombrero rojo, suéter verde, pantalones vinotinto y botas marrón, uno a uno fueron partiendo de mi jardín. 

Un día alguien tocó a mi puerta y como si hubiera mordido la manzana envenada, se detuvo mi inspiración. Una oleada de viento congeló mis dedos, las pinturas se secaron y algunos se quebraron porque les faltó la capa de protección para la tormenta, los truenos y la lluvia. Años después mientras miraba el jardín por mi ventana, con las canas enredadas y las arrugas en mi cara, escuché algo bajo la puerta de mi casa. Eran un montón de fotos de todos mis viajeros por el mundo. Pero venían acompañadas de una carta. Sentí que era la voz mi abuelo: "Es hora de levantarte y salir a buscar los gnomos de tu jardín. Empaca tu maleta y empieza ya a viajar.” Atte. Raphaël Poulain. Alguien quería hacerme volver a la vida; así como yo lo había hecho con mis viajeros fantásticos.  Dios llegó a mi puerta, me sopló su aliento en la nariz y me volvió a la vida.

viernes, 7 de julio de 2023

Sophia

-Nunca supe su nombre, pero la vi pasar en varias ocasiones, disfrutaba quebrar las hojas secas y hacer salpicar los charcos de agua con su paraguas, le gustaba el café claro y con poco azúcar y casi siempre se sentaba en esa silla donde está aquel hombre. Decía que desde ahí podía ver quién cruzaría la esquina y entraría a su tienda. “Me gusta el calor de este lugar”, me dijo la primera vez que la vi entrar al Café. Caminaba como si todos los días fueran verano e insistía que las sillas de la barra eran muy incómodas para un lugar tan acogedor. 

El inspector continuaba haciendo preguntas, mientras la amiga de Sophia se fumaba un cigarrillo e intentaba comprender cómo aquella noche había terminado así. Sus ojos rodeados de rímel y lágrimas al mismo tiempo, repetían la escena una y otra vez. La luces cíclicas rojas y azules fuera del Café hacían que su vestido cambiara de rojo a lila cada tres segundos a través de los grandes ventanales. 

Aunque el inspector intentaba resolver el caso, disfrutaba de la compañía de aquella hermosa mujer. Su fragancia femenina y dulce L'Heure Bleue lo hacían ir y volver a Francia una y otra vez cada vez que el rubio de se pelo se movía en la lentitud de su tristeza. Sus nervios se incrementaron cuando ella movió sus pies y dejó caer sus tacones del taburete de madera, cruzó sus piernas y las medias veladas dejaban ver la delicadeza des sus pies pequeños y sus uñas rojas. Él tuvo que respirar profundamente y quitarse el su sombrero Borsalino y soltar un poco su corbata. Mientras ella pensaba en Sophia, él se imaginaba rápidamente una noche romántica, con una copa de vino en el Hotel Plaza de la calle Central Park South, los tacones de ella en la entrada de la habitación, su vestido rojo en el sofá y un despertar lleno de caricias y sensaciones que hacía mucho tiempo no tenía. 

Mark era un hombre solitario rodeado de las sirenas de la noche, de timbres telefónicos del Departamento de Policía, de papeles de escritorio y el agobiante ruido de las calles de New York. Aunque su traje azul, sus mancornas y su imaginación lo hacían ver como un hombre arrollador, en realidad, era un hombre sencillo. Su vida nocturna no le permitía conocer a nadie, esa noche era la primera vez que deseaba no pensar en los casos de la vida y la muerte, pensaba que tal vez una noche de pasión lo haría revivir lo que por tanto tiempo esperaba. 

Mark retomaba las preguntas a la mujer de brazos delgados, y labios rojos. Y ella continuaba sin entender por qué esa noche no pudo atender a tiempo su llamada. La voz de Sophia al otro lado del teléfono con su tono desesperado, le hacía palpitar el corazón. 

-Si la hubieras conocido te habrías enamorado de ella. Detrás de nosotros quedaba su librería. La llamaba el refugio. Allí podías entrar y sentirte en un lugar lleno de historias, no solamente eran libros, también había música en sus pinturas, los objetos que hacía, parecía que hicieran parte de ti, era como si te hablaran. Cuando llegaba la noche, encendía unas luces colgantes que le daban magia a esta esquina. Podías sentarte incluso desde afuera, tomar una copa de vino y leer un libro en una mañana soleada.

Mark pidió otro café, uno claro y con poco azúcar. Continuaba escuchándola y detenidamente vio que ella llevaba una argolla de matrimonio en su mano. En ese momento sus labios rojos ya no eran tan rojos, su pelo brillante empezaba a desvanecerse, sus tacones se esfumaron como polvo y su aroma había desaparecido. La amiga de Sophia había perdido el encanto. 

Nighthawks

Ella cruzó una mirada con él y sus lágrimas se detuvieron. Cruzó lentamente su brazo y acercó a Mark, su rostro lleno de lágrimas, inclinó su barbilla sobre su mano e imaginó un beso del inspector. Pero él ahora veía a una mujer que no parecía llorar por su amiga. Empezó a hacerse mentalmente un sin número de preguntas, que aquellas curvas rojas no le habían permitido entender. ¿Cómo el humo del incendio interior de la librería había dejado supuestamente a Sophia sin aire? ¿Por qué Sophia llamaría a su amiga en vez de salir y cruzar la esquina y pedirle ayuda al tendero del café? ¿Porqué ella no ha acudido a alguien de la familia de Sophia? ¿Cómo reconoció a su amiga si no le permití entrar para ver el rostro de Sophia?. Ella no lloraba por su amiga, sus lágrimas ahora estaban como máscara sobre una mujer que estaba en otro lugar. Su cuerpo ya no hablaba con dolor, su cuerpo era el típico cuerpo de una mujer solitaria y desesperada.

Fue allí donde un repentino sonido de campanillas en la entrada del café, lo cambió todo. Mark podía irse esa noche con un caso resuelto. No solamente podría volver a su apartamento a dormir tranquilo. Había descubierto que lo que no lo dejaba pensar no eran los tacones, el aroma, ni los labios rojos de la amiga de Sophia, era el mundo encantador de Sophia. Una mujer que caminaba bajo la lluvia, pisaba las hojas secas y disfrutaba de un buen libro y una copa de vino en la mañana. 

-Hola, yo soy Sophia y ella no es mi amiga.

*Prueba de aptitud del 5 de diciembre de 2020 de un cuento escrito de máximo dos páginas a partir de "Nighthawks" de Edward Hopper en 1942. Es la obra más famosa hecha por Hopper y uno de los cuadros más reconocibles del arte estadounidense.

jueves, 22 de junio de 2023

Decálogo de mi escritura

Mandamientos de mi escritura
  1. Escribir con amor.  
  2. Investigar a profundidad con hambre de creatividad. 
  3. Escuchar las historias de vida de los otros, como si estuviera de cacería de pequeños momentos extraordinarios. 
  4. Amar la lectura aprendiendo de los grandes porque uno empieza leyendo libros y acaba leyendo a las personas. 
  5. Ningún texto ofende, pero un texto debe asumir la responsabilidad de su existencia.
  6. La inspiración no está en la quietud. Hay que vivir.
  7. Escribir con perseverancia sin robarle horas al descanso. 
  8. Ser verdadero, auténtico, humilde y fiel a uno mismo.
  9. Se puede estar muy loco y sin ningún alucinógeno para escribir. 
  10. No hay escritos raros. Para otras personas, esos textos, son escritos normales.
Martha Liliana Barrantes Plata
Decálogo 2022

“Escribir es como jugar con un juguete enorme.”
Rosa Montero.


viernes, 31 de marzo de 2023

El ídolo al otro lado del espejo

Pasé la mano por el espejo para limpiar el vaho y empezó la escena de terror. Pensé que debía estar soñando. No era posible que la persona al otro lado del espejo no fuera yo. Salí del baño tropezándome con el marco de la puerta y gritando hacia la sala para verme en otro espejo y comprobar que no era cierto. Me vi pero borrosa; mi cara y mi cuerpo aparecía y desaparecía al otro lado del espejo. Sentí confusión pero un poco de alivio, pensé que necesitaría gafas, que estaba teniendo un momento de locura o de pánico. Regresé al baño y encendí al luz pero el vaho seguía mostrándome otra cosa. Mi cara era la cara de él. Grité otra vez y busqué el teléfono para llamar al Señor. Me había quedado sin batería y ese día no podía salir de mi casa. Cruzar la puerta era posiblemente morir en menos de quince días por el virus que estaba matado a miles de personas. Maldije la pandemia. Aún así estuve a punto de abrir, pero reaccioné; sabía que salir a cualquiera o a ninguna parte por puro miedo, era una completa estupidez. Me sentí impotente y vi mi corazón saltando como una pelota de tenis por debajo de mi piel. Respiré profundo, cerré los ojos y volví nuevamente al baño. Entré despacio y me asomé con cautela hacia el espejo. El terror se apoderaba de mí. 






Ahí estaba nuevamente él mirándome como si se hubiera disfrazado con mi alma. Puse la mano sobre el espejo y empecé a llorar. Quería romperlo. Nada tenía sentido, ¿Cómo era posible que mi cara no fuera la misma al otro lado? Tenía urgentemente que llamar al Señor, así que conecté el celular a la corriente y esperé una eternidad. Segundos infinitos que mostraban una pantalla negra hasta que por fin apareció la manzanita. Encendió y me pidió reconocimiento facial para desbloquearse pero no reconoció mi cara. Así que tuve que entrar con la clave numérica de ocho dígitos. La fecha de mi matrimonio. Se desbloqueó y marqué el primer número de teléfono de mis favoritos. Pensé que el Señor contestaría porque él era quien podía resolverme mis problemas, sobre todo el de mi cara perdida en el espejo del baño. Timbró varias veces hasta que la llamada se fue a buzón. Lo intenté nuevamente y nada. El tono de espera retumbaba mis oídos y mis manos seguían temblando como gelatina. Jamás llamo más de dos veces a alguien en un sólo intento, pero esa era una emergencia y estaba desesperada de mirarme y no ver mi verdadero rostro. Además él me contestaría cuando viera mi insistencia y me ayudaría. Por fin en la tercera llamada me contestó.

-¿Qué pasó? me dijo con desespero. 

-¿Con quién hablo? le dije. 

Alejé el teléfono para revisar el número y verificar que no me hubiera equivocado.

-Cómo así ¿Por qué me llamas de nuevo? Te llamé, hablamos hace menos de 15 minutos y te dije que iba a almorzar con unos colegas de trabajo. Me tocó salirme del restaurante para contestarte. ¿Qué es lo que pasa? ¿No te dije acaso que era un almuerzo importante? ¡Por favor!

Ese tono de fastidio de mi esposo al escuchar mi voz claramente no era la voz del Señor. Efectivamente me había equivocado. Sentí rabia pero no fui capaz de contestarle como debía. Le pedí disculpas y le dije que no quería molestarlo, que tal vez yo estaba loca, pero que había algo raro que me estaba pasando con el espejo del baño. La conversación no duró más de tres minutos. Me dijo que fuera al sicólogo, que buscara ayuda y que tenía que volver a la mesa porque Raúl lo estaba esperando. Colgamos, cerré la tapa de la cisterna y me senté encima de ella. Había perdido el número de teléfono del Señor. Empecé a llorar y no sabía qué hacer. No entendía por qué en ese espejo no aparecía mi cara. Luego de un par de unos minutos me calmé y me sequé las lágrimas con papel higiénico. Me sentí estúpida y más loca que nunca. En ese silencio me levanté de nuevo con valentía para ver la carota que salía al otro lado del espejo. Estaba decidida a enfrentarla. Pero como si la escena de terror hubiera terminado, ya no era la cara de mi esposo, esa había desaparecido y ahora era la cara del Señor. Sonreí y le pregunté. 

-¡¿Qué pasó?! ¿Por qué no pude verte, ni hablar contigo? ¿Dónde estabas?

Él sonrió y me habló con amor, con firmeza y con una sensatez que nunca olvidaré.

-Porque mientras te mires al espejo y tu ídolo sea tu pareja y no yo, te perderás en el otro, tanto, tanto, que serás irreconocible, simplemente no podrás verte. No podrás verme. Pero tranquila, no estás loca, sal a la calle; mira al cielo que ahí estoy para escucharte, como siempre. Cierra los ojos y deja que la luz del sol te permita verme.


*Consigna día 4 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Andreina: ¿Cómo se puede llegar a sentir una persona que se convierte en aquella que siempre ha tenido en un altar? La consigna consiste en escribir un relato en el que una persona se levante, se mire al espejo y no se reconozca. Lo que le devuelve el espejo es la imagen de su ídolo.

jueves, 30 de marzo de 2023

Poesía de otoño

Tail of the Dragon o la Cola del Dragón es una ruta en pleno parque nacional entre Tennessee y Carolina del Norte conocida también como US 129. Tiene 318 curvas en un tramo de más de 17 kilómetros y algunos dicen que es la mejor carretera de los Estados Unidos. Cuando me hablaron de ella me imaginé un montón de curvas intensas para conductores expertos y amantes de la velocidad. 

La hora de salida era a las 7:00 am. Hacía frío porque estaba terminando el otoño. Más de 20 carros encendidos quince minutos antes del  arranque, estaban parqueados al frente del hotel. Cada año un grupo de hombres se reúnen para vivir esa experiencia con olor a gasolina, radioteléfonos y tacómetros a reventar. Los pilotos se llenan de adrenalina manejando sus autos clásicos a través de una ruta de asfalto, pero que en mi mente está llena de castillos, dragones y princesas. Mi única tarea era ser la copiloto atenta a la caravana y por supuesto pendiente de no perder el equilibrio, porque decían que al final del día terminaría con vértigo, por el desplazamiento de los cristales diminutos e internos de mis oídos. Me sentía preparada, emocionada y ansiosa por conocer la famosa ruta del dragón. 

Antes de arrancar él me dijo que sentía algo extraño en el carro, pero mi optimismo me hacía creer que esa mañana de otoño soleada, sería la ruta perfecta y que nada fallaría. Pero no fue así. Nueve kilómetros de ruta y el auto como si estuviera bravo con su dueño, decidió no andar más. Once minutos después una grúa estaba alzando nuestro carruaje sobre una plataforma con cadenas, como si la magia se hubiera acabado. En ese momento la frustración de no poder conocer al dragón, de no sentir el rugido de las llantas y separarnos de todos, nos llenó de tristeza e impotencia. "A veinte minutos conseguimos un taller" nos dijo el conductor de la grúa que nos recogió. Mientras nos llevaba lentamente por la carretera al lugar que me imaginaba lleno de aceite, overoles y bayetillas colgando de los bolsillos de hombres grasosos, empecé a ver cómo las hojas caían lentamente sobre el panorámico. Por un momento me imaginé que el dragón estaba durmiendo y que ese no era el día para conocerlo. No había velocidad, el viento no se estrellaba sobre nosotros y la luz del sol aparecía como una melodía por entre los árboles. El conductor se salió de la carretera y nos fue llevando en medio de los árboles hasta la entrada de una cabaña con algo que parecía un establo. Bajó el auto, nos indicó que en breve llegaría el dueño del taller, nos dio la mano, se despidió y se fue. El único sonido que se escuchaba era el de los troncos balanceándose con el viento. Nuestros pasos cortos alrededor de la cabaña se mezclaban con las hojas quebrándose en el suelo. Levantamos la mirada y ahí estaba una de las imágenes más hermosas que he visto en mi vida. Árboles de otoño con pinceladas naranjas, amarillas rojas y cafés. Parecían pintados por la llama del fuego del dragón. 

Algunas hojas se soltaban como bailarinas que iban cayendo sobre mi cabeza, en medio de un bosque que me hacía sentir en un cuento de hadas. Pensé que ese sería el mejor recuerdo en el viaje del Tail of the Dragon. Pero un año después, luego del fin del siguiente verano, nuevamente íbamos andando en medio del otoño. Esta vez estábamos más preparados, con llantas nuevas, repuestos de emergencia y con el carruaje más brillante que nunca. En medio de la caravana mientras el choque del viento levantaba las hojas del suelo a más de cien millas, yo recordaba los minutos del 911; el momento del año anterior en el taller en medio del bosque. Como si el dragón hubiera escuchado mis pensamientos, la ruta se convirtió en algo grandioso. Las curvas eran como su cola que nos llevaba hasta la cima. El pavimento y los árboles como cuevas encima de él, dejaban ver perfectamente la anatomía armónica y cromática del dragón. Verdes degradados con la luz del sol entrando por las ramas. Destellos, por todas partes y hojas bailando con nosotros mientras hacíamos la ruta que nos había estado esperando. "Hacía muchos años no sentía algo como esto" me dijo él y sus palabras fueron como la voz de la naturaleza. 

Una poesía de otoño que jamás olvidaré y que me hizo sentir la magia del aire, los árboles y la tierra. Me sentí como una verdadera princesa.


*Consigna día 3 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Jingjing: relatar una experiencia de conexión con la naturaleza. Describir la escena, armar con palabras la imagen, contar lo que esa experiencia le produjo al personaje.

miércoles, 29 de marzo de 2023

La fuerza del Jedi

Me había jurado nunca vivir fuera del país. Y ahí estaba, sentada en un vagón del metro con la ciudad a mi espalda y teniendo de frente a un montón de desconocidos. A nadie le importaba si estaba peinada, con pantalones naranja o si mi pelo era rojo. Aunque el olor de la mañana era frío, como el petricor de la tierra secada por el viento luego de un aguacero, me gustaba cerrar los ojos y reconocer esa ciudad de sol radiante. Entraba casi de frente y golpeaba mi cara en medio de la velocidad de los árboles que intentaban cubrir la luz. Me movía despacio como si los rieles flotaran y no extrañaba el transporte urbano ni los huecos de mi ciudad. 

Aunque los que estaban sentados a mi alrededor hablaban mi mismo idioma, sus preocupaciones no eran sobre la seguridad del celular, el recibo de la luz o el mercado que se había acabado. Parecían preocupados por llegar a tiempo al trabajo, por terminar el libro o por mantener sus audífonos conectados a sus orejas. Observarlos con tanto detenimiento ponía nerviosos a los niños, que parecían leer mis pensamientos mientras yo los miraba con el anhelo de haber sido mamá. Uno de ellos tenía los ojos azules como el cielo, como los de mi abuelo. Lo llamé Jedi. Llevaba puesta una camiseta de Star Wars con la fuerza estampada sobre él. Recordé a mi mejor amigo y entendí porqué se había ido años atrás a más de dos mil cuatrocientos kilómetros de la vida de una ciudad tan caótica como Bogotá. Él era fanático de esas películas con personajes con forma de pescado, ciudades polvorientas y rayos láser. 

El niño me miraba de reojo porque mi sonrisa aumentaba cada vez que buscaba la manera de conectarse conmigo. Le hice una seña con mis manos acerca de su camiseta. Le dije que me gustaba con mis cejas y mi dedo pulgar. La madre del niño leía un libro y no se preocupó porque una extraña como yo hiciera mímica con su hijo. En mi país observar tanto a alguien así es intimidante y lo primero que piensan es que la intención de hablar con ellos trae una manotada de acoso. Pero ahí no. Las personas se podían mirar a los ojos o simplemente no mirarse. Disfruté esa libertad y al mismo tiempo esa soledad. Lejos de los míos, sin pareja, sin hijos pero viviendo mi vida para buscar historias. Me había prometido romper las reglas para enfrentarme a una ciudad más lejana que la de mi mejor amigo. Ahora era yo quien estaba a ocho mil kilómetros de distancia, entre las estaciones, los acentos con la lengua sobre los dientes para pronunciar la zeta y el frío que congelaba mi nariz. Todo eso me hacía feliz. Cuando era pequeña jugaba con mis hermanas a imaginar que fumábamos con el vaho de la madrugada en el pueblo de mis abuelos. Ahora él salía espontáneo de mi boca por el invierno y ni los guantes, el gorro de montaña o el abrigo térmico, me hacían sentir el calor suficiente para no tener que cubrirme y verme como un pingüino. 



El metro redujo su velocidad y el niño se puso de pie. Haló la rompevientos de su madre para que dejara de leer y se alistara para la parada. Ella cerró su libro y me sorprendió ver lo que estaba leyendo. Se puso de pie con la indiferencia propia de las mujeres europeas, tomó a su hijo de la mano y antes de que se detuviera por completo el metro, me miró. Ella me reconoció y aunque sabía que quería hablar conmigo, Jedi la haló con su mano para bajarla del vagón. Como si ella fuera la niña y su hijo el adulto, se detuvo como si quisiera subirse nuevamente pero ya era demasiado tarde. Me sonrió y levantó su libro. Yo la miré, asentí y le sonreí mientras las puertas se cerraban en cámara lenta. Hablamos del libro en nuestra imaginación hasta que desapareció de la estación. Ella llevaba en su mano el primer libro que escribí y me sentí feliz de ser tan extrañamente reconocida. Había valido la pena el viaje, el vaho salió de mi boca expulsado con un par de lágrimas de felicidad y sentí la fuerza del Jedi estampada en mi pecho.


*Consigna día 2 del Mundial de Escritura de 2023 asignado por Huarí Jacques Nguyen: escribir un texto que tenga a un joven latinoamericano como protagonista. Este hombre, o mujer, que vive ahora en una ciudad lejana y enorme, después de una vida de pueblo en su país de origen... ¿En qué piensa mientras vuelve a su casa en el metro?

martes, 1 de noviembre de 2022

Se llamaría Dalí

Yo soy su perro. Me llamo Dalí. Julieta me puso ese nombre porque así se llama su pintor favorito. Duermo con ella en una cuna en la habitación porque tengo prohibido subirme a su cama. Cuando ella se despierta, yo levanto mis orejas, la saludo y la persigo hasta que me sirve la comida. Siempre que me ve comer, me dice que soy un perro juicioso y bien educado porque no hago reguero cuando como en mi plato. Antes de empezar, cierro los ojos, oro un poquito y empiezo a comer. A ella y a mí nos enloquecen las palomitas de maíz, las salchichas y el queso. Las pepitas para perro son aburridas, pero siempre me lo como todo y cuando termino, ella me da una galleta de premio.  

Cuando llegué por primera vez a su casa, me oriné por todos lados, pero aprendí con la ayuda del periódico de Julieta. Me señaló con él y su pelo se esponjó como el de un león. Me da miedo verla así. Varias veces me dejó sin galletas por no haberle hecho caso. 

Ella sabe pasearme. Ha leído libros sobre eso y ve videos de perros. Le gusta caminar conmigo y me habla todo el tiempo. A veces corremos juntos pero siempre quedo con mucha sed. No me deja acercarme a los perros más grandes que yo. Cuando me suelta la correa, me dan ganas de perseguir a las palomas y a los gatos. Pero Julieta me llama fuerte con mi nombre y hago como que la cosa no es conmigo. Me pongo a oler el pasto. 

Me gustan los postes, los árboles y los caminos del parque con flores. Los niños me ven y quieren acariciar las partes de mi pelo blanco. Mi cola es pequeña y se mueve muy rápido. Me gusta levantarme despacio, pero cuando veo la pelota, no me importa lo que haya a mi lado. Una vez rompí una copa que Julieta había dejado en el suelo. A ella le gusta leer al frente de la chimenea, sentarse sobre los cojines, cubrirse las piernas con una cobija y tomar vino.  A veces me acuesto a su lado para sentir su calor. Cuando tengo frío me prende el calentador y yo la acompaño mientras trabaja. Ella me consiente la cabeza y yo me quedo dormido. 

Me gusta decirle por las mañanas cuando se arregla, que se ve bonita. Lo que más me gusta es su pelo alborotado. A ella también se le cae mucho el pelo, pero hay una señora que se encarga de recogerlo. Se llama Robotina. A mí esa señora no me gusta porque me anda persiguiendo por toda la casa. A veces se queda dormida y Julieta tiene que alzarla. Duerme en la sala y habla muy poco. Solamente avisa con un timbre cuando termina de barrer. 

Hoy me llevaron al colegio y no le ladré a nadie. Julieta quiere que aprenda a leer y a escribir bien, pero yo me quiero quedar en la casa con ella, jugando con sus medias, mordiendo los palitos del parque y persiguiendo moscas.

Si yo tuviera un perro, lo amaría tanto como Julieta me ama a mí. 

Ella me hace feliz y yo sé que mis bigotes la hacen feliz a ella. Te amo Julieta.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Una poesía

"De la oscuridad a la luz" llamó al poema. ¿Sería eso lo que trataba de decir? Nunca lo sabré. Ella se acercó al papel y dejó dos páginas de su significado. Tal vez fue el "dolor" como lo llamó el autor del prólogo al sentimiento en común de los autores que escribieron ese libro. 

Hoy tuve mi primera clase de poesía y salí enmudecida. Tal vez porque siento que sigo sin entenderla. La poesía me habla lento y con un mar de acertijos. Es ingenua, es directa, es inocente y atrevida. Así como era ella. Yo no sabía si lo que ella había escrito era poesía, hoy creo que ella tampoco lo sabía. Tengo un sin fin de preguntas para entender el poema, pero me dejó la tarea más difícil de mi mundo de escritura. Entender su poesía. 

No sé si mañana me den ganas de escribir con poesía. Hoy no quiero. No la quiero, me genera conflictos internos, dolor y más preguntas que respuestas. El gesto del silencio es tan ruidoso que a veces me da miedo tanto silencio. Ese miedo le robó sus sueños. Ella se durmió para siempre con ellos. Yo quisiera la transcripción de su poema. ¿Sería eso que está escrito, su sueño? Sigo sin entenderlo. Por ahora no quiero saber de poesía. 

Oye señor de los poemas, dale más luz a este momento de preguntas en la tierra. Dale movimiento a mis dedos para escribir con sabiduría. No conocí la oscuridad que habitaba en ella. Definitivamente, no tengo ni idea de poesía.

De la oscuridad a la luz 
Por Diana Plata Rueda. QEPD.

Estar en el vacío
sin saber a dónde ir,
sentir el inmenso frío
y no querer ni salir. 

No salir de la pena
y estar tan hundida
que el alma solo anhela
y se siente vacía. 

Vacía de amor y de energía,
sin querer tener un renacer,
ya ha quedado lejos la alegría
y las ilusiones no se dejan ver. 

Ver de nuevo a mis viejos
sonriendo por mi vida
y ya no estar con ellos,
buscando una salida. 

Salida del odio y de esta condena
que no me quiere dejar vivir,
solo hay vacío, ya nadie sueña
se convirtió en pesar el existir. 

Existir por inercia y no por querer,
sería mejor poder escapar,
lograr de nuevo un renacer,
dejar de sufrir, volver a soñar. 

Soñar con tener una nueva vida,
construir con los escombros,
dejar de vivir cada día más frío,
salir del juego del viene y va. 

Viene la alegría se va el miedo,
es lo que quiero poder hacer;
es tiempo de empezar de nuevo,
venga la paz, la quiero tener. 

Tener la calma en medio de todo,
dejar la ceguera y poderlo hacer;
lograr salir al estar en el lodo
y dejar de darle tanto poder,
poder decir sí, aunque me cueste.  

Salir de esta pena y mejorar,
que la vida ya no me apeste
y pueda volver a amar.
Amar la vida y el dolor dejarlo ser y respirar,
olvidarme ya del temor,
yo puedo lo sé, voy a avanzar.