Yo pensaba que la muerte llegaba una sola vez y que era oscura. Que se paraba en las puertas de una clínica a esperar a que el alma se desvaneciera para guardarla entre una bolsa de almas y que no quedaran perdidas. Pensaba que era negra, con una guadaña y con capa. La primera vez que llegó a mi cabeza, tenía 10 años. Estaba en mi habitación, un domingo y con un sol resplandeciente que podía ver por la ventana. Era un día tan lindo y lleno de tanto calor familiar, que agradecí por ese momento, pero una voz retumbó mi cabeza. En vez de decirme que era para siempre, escuché algo dentro de mí que me decía, esta vida que tienes, algún día se va a acabar. Vas a morir. Inmediatamente salí corriendo al cuarto de mis papás y allí, mientras veían televisión, mi padre vio mi cara de terror y angustia. Me preguntó que qué me pasaba y lo único que se me ocurrió hacer, fue acostarme a su lado y abrazarlo fuertemente pensando que en vez de sentir amor por la vida, estaba aterrada y llena de miedo de sólo imaginarme que algún día yo iba a morir y que él o cualquier persona de mi familia, iban a morir algún día.
Un par de años después, sentí que la sombra negra golpeó la puerta de mi casa. Aunque mi mamá fue la que abrió y mi papá entró, ella cerró lo suficientemente rápido que apenas pude ver una sombra negra. Pero la sentí y vi a mi padre llorar por culpa de la muerte. Sentí rabia y al mismo tiempo sorpresa. Era la primera vez que ese hombre fuerte, exigente y sólido como un roble, lloraba delante mío. Mi mamá lo abrazó y en esos instantes sentí que la muerte había llegado para llevarse a mi abuelito Pablo. No puedo recordar muchos detalles de ese suceso, pues sentía que entre más lo olvidara, la muerte estaría más lejos y se demoraría muchos años más en volver. Mi cabeza me hacía pensar que entre menos hablara y pensara en ella, tendría el poder de ahuyentarla y alejarla de mí, en especial de mi familia.
A mis veintiún años, pude ver a la muerte frente a mis ojos. No era a mí a quien buscaba y tampoco era negra como me la imaginaba, era amarilla, pálida y sin fuerza. Seguía siendo fea. Mi abuelo Luis le había entregado su alma y ahora ella habitaba su cuerpo y la habitación completa. Estaba sentada en una cama de un cuarto brillante. Recuerdo que había mucha luz por todas partes. Los pájaros de él, ya no cantaban y hasta las nubes se habían detenido en el cielo. El tiempo no existía. Antes de que ella llegara, pude sentirla. Creo que venía con mi mamá, mi tía, mi papá y conmigo en el carro que era de mi abuelo, mientras desafiábamos los riscos de la carretera entre Bucaramanga y Zapatoca a más de 100 km/h para llegar a verlo. Cuando entramos a la habitación, él estaba vivo, pero como si él estuviera esperándolas para despedirse, y a la muerte para irse con ella, sentí que le absorbió el alma y la muerte se quedó habitando en su cuerpo. Mis ojos terrenales desde ese día dejaron de ser los mismos. Me había quedado un poco ciega, la muerte se había llevado los ojos más hermosos y azules que he visto. Jamás he podido olvidarlo.
Como ya sabía que era amarilla y no negra, estaba segura que la volvería a ver y con exactamente ese mismo color; pensé que así sería la próxima vez que estuviera cerca de ella. Pero no. La volví a ver cuando entré a la funeraria, al día siguiente que murió mi abuelita Cenaida. Era verde, ya no era tan fea, ahora era de un verde jade lleno de rosas blancas, como un jardín que nunca más volví a ver. Literalmente no se podía caminar dentro de la sala de la cantidad de arreglos florales que había. Todos blancos, con hojas verdes y flores, flores, muchas flores. Recuerdo conté más de cuarenta y no dejaba de asombrarme de la cantidad y de expresiones de amor, en el jardín de las rosas blancas. Ahí, en ese momento, sentí un olor que podría agregar a mi lista de ítems para reconocer cuándo está cerca la muerte. Ver el dolor en los ojos verdes de mi madre, me hacía perder un poco de mí. Pensaba que ese era el orden de las cosas, que los abuelos se iban primero, pero aún me quedaba viva una abuelita, tenía que buscarla, compartir más con ella y agradecer por tenerla.
La siguiente vez que llegó la muerte justo a la puerta de mi casa, venía roja, como morada y vintotinto. Era intensa, sin forma y como con una crueldad en la voz de una enfermera insensible cuando me dijo por segunda vez, que había perdido los bebés que venían en camino. En ese momento recordé a mi niña de diez años, a la que no iba a poder hablarle nunca en el futuro, porque la vida que debía crear dentro de mí, no venía físicamente conmigo. Creí que nunca sería mamá, la tradicional, la que me había inventado desde que tuve uso de razón. Pensé que la muerte era la que decidía sobre el destino de mi vida. No entendía nada. Estaba distraída, pensando en complacer a mi pareja, en la vanidad que él me exigía y en vivir sin poner como prioridad a Dios. Era débil y me faltaba firmeza. Pero luego de todo eso entendí que tenía que morir algo en mí, para entender que la muerte no es un castigo, es simplemente una parte de la vida, una parte muy dura de la vida, con un costo muy alto cuando somos tercos, pero que viene cargada de fuerza y cosas maravillosas cuando le hacemos caso al de arriba.
La muerte siguió llegando una y otra vez, merodeando de maneras extrañas. Se puso muda, incolora y se hizo debajo de mi mano cuando murió Óscar, pero ese amigo tan corto con el que compartí su último aliento, me enseñó sobre la valentía. Llegó de color violeta con la muerte de mi tía Hilda y me enseñó el significado del perdón. Ella dejó un jardín precioso de orquídeas. Continuó llegando de color madera con la muerte de mi abuelita Luca, pero me enseñó sobre la oración, la Virgen María, la humildad y la sencillez. También llegó con las cortinas cerradas, con la muerte de mi tío Guillermo, que me reafirmó la importancia de estar presente. Luego llegó distraída, vestida de rosado con la muerte repentina de mi prima Diana, pero me enseñó sobre la compasión y la importancia de la depresión en la vida de las personas. Finalmente la última vez que la vi, llegó azul con la muerte de Francis, mi cuñado. Y con esa visita, tuve que ver como se iba marchitando la vida muy lentamente, pues sentí que el tiempo no transcurría. Casi me tumba. Esa pérdida, me enseñó sobre la generosidad, la paciencia, a entender el significado real de la fe, a no cuestionar sobre la fecha exacta del final de la vida y a permanecer en silencio. Fue tan reciente, que a veces siento que la muerte aún deambula por las habitaciones. No podría describir el miedo que en ocasiones eso me produce.
Cada una de esas pérdidas ha dejado cicatrices profundas en mi corazón, unas más difíciles que otras, pero son todas tan distintas, que no dejo de admirar a quienes tienen remaches y tornillos que tuvieron que ponerle a sus corazones para seguir manteniéndose de pie con tanto dolor. Siento que la muerte me sigue diciendo cosas, pero debo devolver la película y reforzar todo lo que me ha enseñado; sin duda, he aprendido a ver la muerte de otra manera. He entendido que hay un lugar para nuestras almas, un lugar lleno de colores, en un jardín hermoso, lleno de flores y con tanta paz, que es imposible describirlo con palabras. Ahí donde quieran que estén, les pido que sigan siendo mis ángeles, que me llenen de vida, que me hagan sentir que la meta es el cielo y quiero que sepan que me hace feliz que todas estén en algún lugar juntas. Ustedes almas de colores, sigan abriendo el camino para que cada vez que miremos al cielo, podamos verlas al mismo tiempo entre la lluvia y el sol. Sean nuestro arcoiris para poderlas ver.
Hoy creo que la muerte, no es de un sólo color. Que la vida viene con ella, que no es mala, que es muy dura, pero no es mala. Que es tan intensa, que para conocerla, hay que cerrar los ojos, hay que confiar y morir para renacer, que debemos respirar de nuevo y como siempre: llegar a Dios.