La Gran Colombia, 23 de agosto 1820.
No puedo tutearlas, ni en lo que fue nuestro futuro, lo que había sido nuestro pasado y menos ahora, en mi presente. Estoy en el "cuando". Ese que nos inventamos por la obsesión con la historia, con el tiempo, al mundo del pasado. Ahora estoy aquí atrapada en la época de los libros, las velas, la guerra, "el pueblo", las ruanas, los encajes, los vestidos, los guantes y las sombrillas. Ahora sé que por fin estará escrito mi nombre en un libro, porque lo hice para encontrarme, fui artífice de mi propia inspiración. Nunca lo supe, pero volví al pasado sin saberlo, para comprenderlo.
Llevo años, buscando, tratando de entender cómo desperté debajo de esta luna del "cuando". No se cómo terminé acá. Supongo que será un sueño, pero ahora hago parte de él y parece cierto. Tal vez por eso era que mirábamos tanto la luna. Estoy casi segura que eso que decíamos que sentíamos algo cuando la mirábamos, puede ser porque dejé parte de mi mirada en ella. Será nuestra mejor manera en el recuerdo de comunicarnos.
Me gustaría que estuvieran acá para que lo vivieran conmigo. Me hace recodar la Cuba que conocí cuando todos hablaban de guerra, conflicto, poder, política y problemas sociales. Pero yo me siento como si estuviera fumándome la historia entre el sincronizado paso de los caballos. Las voces de una jerga que aún me cuesta entender, esa que se desvanece entre las calles empedradas de algo que parece un pueblo olvidado, no ese monstruo de ciudad en el que andábamos. Siento el olor de la tierra cuando llueve y se levanta como gotas hacia el cielo que humedecen el aire. Las velas abundan y me hablan de la calma, con su silencio y la voluntad del viento. Olvidé el largo de mi pelo porque diariamente me toca recogerlo y cubrirlo con un sombrero. Huele a leña, se escucha cuando se quiebra mientras se quema. La siento entre mis poros.
Mis dedos están negros de tinta de tanto escribir, pero adoro lavarlos con tanta dedicación que cuando lo hago, hablo en voz alta como si ustedes estuvieran sentadas a mi lado. Contar historias en el papel me libera. Adoro comprarlo, olerlo y ver el color oscuro de la letra escrita a mano, mezclándose con la textura. Esa que parece nueva, pero al mismo tiempo vieja. La que me inventaba con el té y la Coca Cola. ¿Y qué decir del lacre? me sigue derritiendo igual que él mismo, así me esté dejando cicatrices. Aprendí a prepararlo. Aplicarlo es la cereza del pastel.
Mis días ya no acaban en la anoche, sino en el amanecer. Sigo perdiendo la noción del tiempo cuando escribo y sigue siendo mi mejor momento para hacerlo. Libera mi cabeza de tantas ideas como en los libros que ustedes leían, esos que decían: "si no atrapamos las ideas, alguien más lo hará". A veces cuando necesito sentirlas a ustedes dos, me voy a escuchar al músico del pueblo tocar guitarra. Sus cuerdas se escuchan como arpas del cielo y con eso, con el olor de la lluvia y la imagen de ustedes leyéndome, me voy a dormir.
Espero que algún día me encuentren. Cuando parezca que ya no estoy. Búsquenme entre los libros viejos, las poesías, las historias de los miles de niños que me rodean y el blanco y negro de los dibujos que aún no se han hecho. Ahí estaré mis hermanitas del alma. Viviendo obligada en un pasado que aunque me separa de ustedes, me hace creer que mi propósito está entre las letras. Las creadas desde sus forma tipográfica, hasta la combinación de su retórica.
Las quiero niñas de mi futuro, de mi presente.
Atte,
La de ayer, la de mañana, la de mi hoy...
Consigna: "Escribir una carta de 200 años atrás, para el presente: 2020"