lunes, 13 de diciembre de 2021

El miedo de volver a amar

Hacía rato que no sentía esto, creo que es miedo. Yo sé que me estás mirando, pero debo confesártelo. ¿Es acaso el amor que está tocando mi puerta y otra vez está haciendo florecer mi habitación?. Amar es un verbo demasiado poderoso. Es eso que escuchas al otro lado del teléfono sin titubeos, cuando agradeces al universo por la presencia del otro. Es saber que las arrugas que te cortan la piel han dejado de ser cicatrices y ahora son perfectas armonías con las primeras canas. Nunca he sentido el tiempo, ese al que le temen los que se miran varias veces al día en el espejo. Mi temor es al tiempo que pasa y que se desvanece en un parque, en un aeropuerto o en una puerta cerrada. Si estoy sintiendo esto será porque posiblemente creo en mi corazón. El que estaba blindado, protegido, con claves, cerraduras, dispuesto a dejarse ver, pero a no dejarse romper. Ahora entiendo el temor ese que él me dijo un día que tenía. He escuchado tantas veces palabras hermosas, han regado mis pétalos con agua de colores, he perdido mis ojos, he dejado de mirarme y me he desvanecido en la luna como un reflejo infinito en el mar. No quiero un desprecio más. No quiero palabras de cansancio, ni más mentiras. Quiero un amor de verdad. Uno para siempre, como el de Dios. Ese que viene con abrazos, deseo, sin lujos, con momentos, con sonrisas silenciosas y con miradas de complicidad. ¿Estaré sintiendo nuevamente que alguien me puede amar por fin y de verdad?, o será una ilusión de mi corazón reflejado en el otro?. A él lo veo tan diferente que tal vez por eso tengo tanto miedo. No entiendo cómo no lo vieron, cómo estaba tan solo como yo, cómo él necesitaba unas pocas gotas de agua para renacer en el desierto del desamor, cómo nadie pudo romper ese bloqueador emocional al que le temía de volverse a quemar por el sol del amor. 

Por favor Dios, no me dejes perder, no otra vez, déjame hacerlo bien, mejor, contigo como mi prioridad. Déjame sentir tu amor, déjame amarte a través de él, déjame creer que no tendré que recoger los pedazos que me quedaron de mi corazón. Esos que están buenos, rojos, vivos, llenos de ADN que unen cicatrices, que tienen vitamina para levantarse cada mañana sonriendo porque estás ahí. Si algún día él me deja de ver, recuérdame que esto que estoy sintiendo hoy, valió la pena porque entregué mi corazón al 100%, como siempre. 

¿Por qué me enviaste alguien tan sincero que lo único que logra es sanar y abrir nuevamente mi corazón?. ¿Es realmente lo que me merezco?, por fin llegó y para siempre?. Dime que sí Diosito, dime que mis lágrimas no son de miedo sino de amor verdadero, ese que tengo desbordado por ti y por la vida. Gracias otra vez. Yo sabía que algún día volvería a llorar de felicidad. ¿Es este el amor del que me hablaste?, es que lo siento tan diferente. Me siento como si tuviera 15 años, nerviosa, ansiosa y con ganas de salir corriendo para agradecer por su vida. ¿Eso será el enamoramiento?, ya ni sé cómo es. Me siento vieja para volverme a enamorar así. No quiero perderlo, quiero mantener esta ilusión. Por siempre. Esa que podría prometer, no por el miedo a lo que él es, sino por la de tener entrelazada mi mano a la de él, hasta cuando tú quieras llevarme contigo. Creo que volví a amar. Lo estoy sintiendo. Creo que esto es lo que siempre quise y quiero decidirlo otra vez. Amar así, confiar y amar.


8 de octubre de 2021

Las alas de Moha-Lu

Sentada en la cama, observaba las venas brotadas sobre sus manos y las gotas de sangre casi suspendidas en el aire, caían sobre el suelo. La luz del sol entraba como rayos por entre las persianas haciendo surcos sobre la piel. Se podían ver sus hombros pecosos, sus brazos delgados y sus manos blancas como palmas de gimnasta. En el aire aún las plumas iban cayendo como aeroplanos sin viento. Su frustración de sentirse abatida, le hacía escuchar en su cabeza el tema de Solomon de Hans Zimmer. Se preguntaba cómo le contestaría las preguntas a su padre. En cualquier momento llegaría a la puerta pero posiblemente ya estaba en ella y estaba esperando a que ella levantara la mirada. Ella ya no podría esconderse, ni salir por la ventana o hacer una llamada de emergencia. Debía enfrentarse a esa conversación con su padre, que sería como una siguiente batalla pero sin heridas en su cuerpo, sería como una cirugía de corazón abierto y sin anestesia. No tenía respuestas, estaba llena de miles de preguntas. No sabía qué tipo de conversación sería. Se sentía condenada, perdida y abandonada por sus compañeros de guerra.

Cerró sus ojos tratando de recordar el libro de instrucciones de esa, su segunda batalla, pero pasaba las páginas tan rápido que parecían hojas llenas de garabatos. Casi no podía moverse. Su cuerpo estaba agotado. Las rodillas raspadas aún tenían esquirlas de vidrio. Las costillas se podían contar a simple vista, la clavícula casi tocaba su quijada. Aunque estaba vestida con ropa interior, sentía que estaba completamente desnuda. Había perdido hasta sus zapatos. Giró su cabeza para mirar la herida de su espalda y podía ver el hueso astillado que sobresalía por entre la carne. Todo era sangre. Una de sus alas alcanzaba a golpear la ventana, como tratando de buscar aire. La otra estaba completamente rota. Como pudo, trató de moverse y tomó parte de la tela del vestido blanco despedazado en el suelo y secó la sangre de sus manos. Moa-Lu no había llorado durante la batalla, pero mientras se limpiaba y reaparecían los dibujos tatuados en sus manos, sus ojos no aguantaron más y rompió en llanto. Las lágrimas cayeron como gotas de morfina. Le ayudaron a recobrar parte del aliento, aún así, ella quería seguir llorando. 

La enfermera entró bruscamente a la habitación. Se escuchaba el rechinar de la suela de sus zapatos. No la miró a los ojos, le revisó la tensión, le tomó el pulso y le terminó de limpiar la sangre de sus manos. Bateó el aire para despejar las plumas que aún estaban en la habitación y caminó por detrás de la cama. Le tomó una de las alas rotas y con un quiebre seco, se la arrancó de la espalda. Un grito ensordecedor habitó la habitación y Moa-Lu sintió morir. Aún así, intentó levantarse pero el movimiento de su otra ala golpeó la ventana. La enfermera le pidió que se quedara quieta porque aún no había terminado y con el segundo quiebre le arrancó la otra ala con fuerza y sin compasión. Moa-Lu perdió las luces, se desplomó y las plumas se desplegaron por toda la habitación. Pensó que sería su último aliento y que moriría. Como un globo terráqueo, veía el giro ciento ochenta de su vida a punto de caer al suelo, pero entre la niebla de sus ojos, vio correr a su padre que sabía no la dejaría caer. La tomó de los brazos, la acostó sobre la cama y le dijo al oído: tranquila mi niña, tus alas volverán a crecer, serán distintas, nuevas y mejores. Me llevaré conmigo las que has perdido, pero te estarán esperando para cuando emprendas un nuevo vuelo.

Moa-Lu siempre sonreía. Le gustaba creer que era un ángel en la tierra. Que perder sus bebés por segunda vez, sería tan desgarrador como cuando un ángel pierde sus alas. Ese día perdió un vuelo, pero alguien la rescató. Ahora necesitaba dormir, sus heridas ya estaban cubiertas con suficientes vendas, el sol era suficiente para saber que no estaba sola y que Dios la quería viva en la tierra para cuando alguien necesitara recuperar sus alas. Por más que tuviera que enfrentarse a situaciones desgarradoras, ninguna experiencia de vida, sería jamás una batalla perdida. Moha-Lu camina entre las calles de una ciudad que desconoce sus alas, ella cubre sus heridas, sus astillas, sus rodillas rotas y los tatuajes de ángeles que siempre lleva bajo la piel.


*Escrito como ejercicio de "álter ego", asignada por el profesor Nelson Fredy Padilla Castro - Grandes escritores del siglo XX - Maestría en Escrituras Creativas.

Samoa es un estado de Polinesia que traduce "centro sagrado del Universo". En su idioma, marcar o golpear dos veces, se dice Tátau. La leyenda dice que el Dios del universo tuvo una hijo llamado Moha y una hija llamado Lou. Se dice que viajeros que iban por el Pacífico, encontraron a estos hombres que llevaban tatuajes en sus cuerpos.

Medusas

Escribir es un acto de valentía. 

Los latidos del corazón palpitan al ritmo del cursor de una hoja en blanco. Está enfrentado a la pausa, al silencio y a la duda. Son tres cabezas en un mismo cuerpo que se mueven como medusas sin dirección. Me enfrento a la escritura.

La pausa. Es el momento justo en el que tengo que detenerme y pensar. En el que tengo que elegir el tema. No sé si debería olvidarme de las cicatrices que me ha dejado ese gran demonio que acabó con el tríptico de mis relaciones pasadas o usarlo como analogía en la temática de mi texto escrito. Debo definir el ritmo de las comas, que me desgarraron el alma pero afortunadamente no me la quitaron.  El del punto, que siempre terminó siendo un punto aparte, para salir de las batallas de desprecio a mi corazón, pero continuó con un nuevo párrafo de mi próxima relación. La pausa me obliga a mantener el lenguaje y guardar la compostura. No me deja caer en el recurso básico de utilizar la expresión “hijueputas mentiras” cuando estoy buscándole un nombre a mi peor demonio. Debo hacer una pausa para elegir lo que le podría importar al mundo y lo que debería ser parte de mi intimidad. Tengo que controlar ese demonio con pausa y sin prisa. 

El silencio. Es el nudo en la garganta. Aparece cuando quiero llorar porque las imágenes en mi memoria, se vuelven reales cuando las escribo. Es un grito hacia adentro como cuando uno intenta hacerlo en los sueños y no sale nada de la garganta. Es la preocupación constante de no mover lo suficiente, las fibras de mis lectores. De no poder tocar el corazón de alguien a quien siento que necesito que me lea. Me da terror que no hayan palabras, ni voces, ni melodías, sino pitidos en el tímpano que sigan derecho. Que mientras me leen, no vibren, no lloren, no rían o simplemente que no me vean. Es una lucha contra el ego que me congela los dedos y hace que no se escuchen las letras contra el teclado. Es una pelea entre la barra espaciadora y la tecla suprimir. No puedo permitir que el silencio siga siendo el bastón de mi peor demonio. No puedo callar y siento que tengo que contárselo al mundo. Me gusta creer que hay personas que necesitan mi voz. Así mis letras  no sean reconocidas. No me importa si por cuarta vez vuelvo a ser un silencio para el otro. Esta vez me enfrentaré cuantas veces sea necesario. Quiero intentar liberarlos, como otros lo han hecho conmigo.

La duda. Es como una metralleta. Está llena de preguntas de ese, mi peor demonio. Al que aún no le encuentro nombre. No sé cómo se llamará el libro, si finalmente valdrá la pena darle protagonismo a extraños que ya no sé si existen. Tengo miles de personajes enfrente y me da miedo hablarles. Me han callado tantas veces que aún tengo textos sin publicar. Han sido afirmaciones y negaciones que no puedo diferenciar la realidad. Por eso me gusta escribir creyendo que los objetos me hablan, porque no tienen cara, edad, ni tiempo. La teoría dice lo contrario y es ahí donde la duda no me deja dormir. Pero ese demonio desaparece cuando me dejo llevar por mi corazón y empiezo a escribir. Porque como dice Platón: no existe alguien tan cobarde al que el amor no transforme en alguien valiente. 

Al terminar la pausa, desaparece el silencio, intento acabar con la duda y el texto empieza a brotar. Los renglones poco a poco van esfumando el cortisol de mi cuerpo y tomo el control sobre la hoja en blanco. Me apropio de la valentía de Perseo y la medusa le da una dirección controlada a mis escritos. Es una valentía que sale de lo más profundo de mi expresión emocional y acaba con mi peor demonio: el miedo a las heridas de las mentiras. Escarbo entre los libros para inspirarme aún más y me encuentro con genios como San Agustín. Hombres que entienden el valor de la verdad, la hacen palabra y finalmente texto. El demonio se acaba cuando llego a la interioridad por el camino de la certeza. Ese es mi acto de valentía. Escribir para acabar con mis demonios.


*Escrito como ejercicio de "nuestros demonios a través de la escritura", asignada por el profesor Nelson Fredy Padilla Castro - Grandes escritores del siglo XX - Maestría en Escrituras Creativas.