Sentada en la cama, observaba las venas brotadas sobre sus manos y las gotas de sangre casi suspendidas en el aire, caían sobre el suelo. La luz del sol entraba como rayos por entre las persianas haciendo surcos sobre la piel. Se podían ver sus hombros pecosos, sus brazos delgados y sus manos blancas como palmas de gimnasta. En el aire aún las plumas iban cayendo como aeroplanos sin viento. Su frustración de sentirse abatida, le hacía escuchar en su cabeza el tema de Solomon de Hans Zimmer. Se preguntaba cómo le contestaría las preguntas a su padre. En cualquier momento llegaría a la puerta pero posiblemente ya estaba en ella y estaba esperando a que ella levantara la mirada. Ella ya no podría esconderse, ni salir por la ventana o hacer una llamada de emergencia. Debía enfrentarse a esa conversación con su padre, que sería como una siguiente batalla pero sin heridas en su cuerpo, sería como una cirugía de corazón abierto y sin anestesia. No tenía respuestas, estaba llena de miles de preguntas. No sabía qué tipo de conversación sería. Se sentía condenada, perdida y abandonada por sus compañeros de guerra.
Cerró sus ojos tratando de recordar el libro de instrucciones de esa, su segunda batalla, pero pasaba las páginas tan rápido que parecían hojas llenas de garabatos. Casi no podía moverse. Su cuerpo estaba agotado. Las rodillas raspadas aún tenían esquirlas de vidrio. Las costillas se podían contar a simple vista, la clavícula casi tocaba su quijada. Aunque estaba vestida con ropa interior, sentía que estaba completamente desnuda. Había perdido hasta sus zapatos. Giró su cabeza para mirar la herida de su espalda y podía ver el hueso astillado que sobresalía por entre la carne. Todo era sangre. Una de sus alas alcanzaba a golpear la ventana, como tratando de buscar aire. La otra estaba completamente rota. Como pudo, trató de moverse y tomó parte de la tela del vestido blanco despedazado en el suelo y secó la sangre de sus manos. Moa-Lu no había llorado durante la batalla, pero mientras se limpiaba y reaparecían los dibujos tatuados en sus manos, sus ojos no aguantaron más y rompió en llanto. Las lágrimas cayeron como gotas de morfina. Le ayudaron a recobrar parte del aliento, aún así, ella quería seguir llorando.
La enfermera entró bruscamente a la habitación. Se escuchaba el rechinar de la suela de sus zapatos. No la miró a los ojos, le revisó la tensión, le tomó el pulso y le terminó de limpiar la sangre de sus manos. Bateó el aire para despejar las plumas que aún estaban en la habitación y caminó por detrás de la cama. Le tomó una de las alas rotas y con un quiebre seco, se la arrancó de la espalda. Un grito ensordecedor habitó la habitación y Moa-Lu sintió morir. Aún así, intentó levantarse pero el movimiento de su otra ala golpeó la ventana. La enfermera le pidió que se quedara quieta porque aún no había terminado y con el segundo quiebre le arrancó la otra ala con fuerza y sin compasión. Moa-Lu perdió las luces, se desplomó y las plumas se desplegaron por toda la habitación. Pensó que sería su último aliento y que moriría. Como un globo terráqueo, veía el giro ciento ochenta de su vida a punto de caer al suelo, pero entre la niebla de sus ojos, vio correr a su padre que sabía no la dejaría caer. La tomó de los brazos, la acostó sobre la cama y le dijo al oído: tranquila mi niña, tus alas volverán a crecer, serán distintas, nuevas y mejores. Me llevaré conmigo las que has perdido, pero te estarán esperando para cuando emprendas un nuevo vuelo.
Moa-Lu siempre sonreía. Le gustaba creer que era un ángel en la tierra. Que perder sus bebés por segunda vez, sería tan desgarrador como cuando un ángel pierde sus alas. Ese día perdió un vuelo, pero alguien la rescató. Ahora necesitaba dormir, sus heridas ya estaban cubiertas con suficientes vendas, el sol era suficiente para saber que no estaba sola y que Dios la quería viva en la tierra para cuando alguien necesitara recuperar sus alas. Por más que tuviera que enfrentarse a situaciones desgarradoras, ninguna experiencia de vida, sería jamás una batalla perdida. Moha-Lu camina entre las calles de una ciudad que desconoce sus alas, ella cubre sus heridas, sus astillas, sus rodillas rotas y los tatuajes de ángeles que siempre lleva bajo la piel.
*Escrito como ejercicio de "álter ego", asignada por el profesor Nelson Fredy Padilla Castro - Grandes escritores del siglo XX - Maestría en Escrituras Creativas.
Samoa es un estado de Polinesia que traduce "centro sagrado del Universo". En su idioma, marcar o golpear dos veces, se dice Tátau. La leyenda dice que el Dios del universo tuvo una hijo llamado Moha y una hija llamado Lou. Se dice que viajeros que iban por el Pacífico, encontraron a estos hombres que llevaban tatuajes en sus cuerpos.
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