lunes, 9 de mayo de 2022

Gabo - Cien años de autenticidad

Mi abuela murió tres meses después de cumplir cien años. Años de vida, no de soledad. Días antes le escribí una carta tratando de recopilar su historia en apenas tres páginas. La compartí con mi familia y le gustó tanto, que me pidieron volver esas páginas como palabras de despedida el día del entierro. Completé el texto y terminaron siendo seis páginas. Cada vez que tomo los textos y nuevamente los leo, siento la necesidad de agregar historias para que la gente conozca lo maravillosa que fue su vida. Es como un imán que me atrapa pero siempre me hace falta carga magnética para sentir que es son las palabras definitivas. Cien años llenos de vida, de experiencias, personas que pasaron a su alrededor, lugares y de un legado familiar, que se fue y se ha ido multiplicando a medida que va pasando el tiempo. Hasta el día que le escribí una carta a mi abuela, me hice consciente de la complejidad y responsabilidad de plasmar de manera acertada en el papel, cien años de vida.

¿Será esta experiencia de verbalizar lo que pasa durante un siglo de vida, es la que nos hace reflexionar sobre nuestra existencia y lo que le dejaremos a nuestras familias? ¿Cuál será la magia que existe detrás de ese número cien que nos quita un poco el aliento? Supongo que escarbar en el pasado, raspar las paredes de la casa de nuestra niñez, identificar las generaciones, conocer las fallas familiares y abrir las maletas de los viajes de la vida, nos apasiona cuando sentimos que estamos llegando al punto en el que la soledad parece estar asomándose por la ventana.

Hay días en los que me despierto con tanta necesidad de contar su historia, que ya no sé si la protagonista es mi abuela, son mis tíos, es la casa de visita los domingos o simplemente si soy yo. Tal vez pongo parte de mí en los personajes. Hablar del número cien en la literatura, es pensar inevitablemente en Gabriel García Márquez y sus “Cien años de soledad”. Un nombre que parece hacer parte de los tatuajes y apellidos del mundo literario. Es una historia que queremos bajar del realismo mágico para guardarla en la realidad colombiana de una “selva humana desbordada” como diría José Miguel Oviedo en el Magazine Dominical El Espectador en 1967 , el mismo año de la primera publicación.

La historia del pasado del autor creo que es el primer punto conector para confrontar mi experiencia como escritora con la vida de Gabriel García Márquez. Sin duda no espero ser como él, pero espero “hacer más feliz la vida a un lector inexistente”  como él mismo lo afirmó.  Cuando descubrí cómo su abuelo influyó profundamente en su futura visión del mundo con simbologías y cómo le hacía consultar el diccionario palabras que desconocía , comprendí aún más por qué su obra llegó a mi vida de dos maneras tan distintas tanto en mi juventud, como en mi adultez. 

En mi adultez, hasta hace pocos meses volví a leer el libro y tuve una visión distinta del imaginario que conservaba en mi adolescencia. Así como me gustó más, me dolió peor. Descubrí cómo el autor podía darle tanta vida a la muerte, a la soledad y a la tristeza. Me identifiqué con algunas características de sus personajes y adicional a eso, comprendí cómo ellos eran un espejo triste de la historia y la cultura de mi país. Niñas que comían tierra, tesoros escondidos debajo de la cama, pescaditos de oro convertidos en monedas y casas selladas que me recordaron la superficial lectura que hice la primera vez al libro en mi adolescencia. Treinta años después vuelvo a ese lugar y lo único que siento es un profundo dolor descrito en un legado familiar de adultos a los que se les envejece no solamente el cuerpo sino que se les pudre el corazón. Por ese motivo quiero escribir historias que le hagan honor al legado que mi abuela dejó, con la premisa del premio Nobel de Literatura: escribir para hacer más felices a las personas, pero opuesta a su obra de soledades y dolores en el alma. El mejor ingrediente de Gabriel García Márquez es el realismo mágico. Con ese y con el poder del amor, quiero lograr sinestesias y anáforas en la vida de las personas. El problema es que ese poder tiene nombre propio y cuando se nombra está cargado de amores y odios, de historias reales y metáforas, uno que también viene con palabras mágicas en un diccionario a modo de testamento lleno de Epifonemas. Hablar del amor de Dios a través de cien años de “compañía”, es una exageración y un propósito ambicioso con el que no pretendo vender en una semana más de ocho mil ejemplares y en tres años quinientos mil, ni que se traduzca a más de veinticinco idiomas, que gane seis premios internacionales o que reciba un premio Nobel de Literatura. Solamente quiero escribir con esa misma pasión de hacer de lo extraordinario algo natural  y con esa humildad con la que se encerró Gabo durante diez y ocho meses para hablar de su familia. Una auténtica, llena de generaciones y personajes que personalmente me hicieron feliz en el oxímoron de sus figuras literarias.

Aún faltan cuatro años para cumplir un siglo del nacimiento de este grandioso escritor que posiblemente seguirá durante siglos siendo un caso de estudio. Pero estoy segura de que los jóvenes de ahora están leyendo alguna obra que será digna de un premio nobel de literatura y aún no lo saben. Tal vez es un libro que está reposando en la biblioteca casi sin usar o posiblemente está gastado en las esquinas, subrayado con resaltador o con algunas hojas rotas. Y si aún ese libro no se ha escrito, espero que este mundo en cien años siga apoyándose en una grandiosa obra literaria como lo es Cien años de Soledad. Que sea otro clásico de la literatura colombiana y hable de nuestra actual cultura colombiana, donde un nuevo género literario sea el ingrediente secreto para endulzar las lecturas de los que hacemos parte de los controvertidos cambios de siglo.

Gracias Gabo por tus cien años de autenticidad. 


La regla, el lápiz y el corrector

Empecé escribiendo, sin saber caminar, hablando de mis juguetes, del clima y de la vida. La verdad lo hice con el corazón. Mis juguetes estaban llenos de experiencias personales con mi trabajo. El clima se iba transformando con el sol de las mañanas de mi familia, las estrellas de la noche, con mis amigos o con la miel mi relación que en vez de ser una luna llena, era tan inestable como una gelatina. Esa necesidad de expresar lo que mi mente relacionaba con la realidad y la fantasía, era y es una necesidad constante que no me deja desconectar de la escritura. 
 
Luego de pasar por varias estaciones, atardeceres y amaneceres, salté con mis textos describiendo a las personas, como si fueran “hojas de vida”. Convertí mis textos en dedicatorias personales a quienes tocaron mi corazón. Me gustó recordarles los momentos que yo tenía en mi mente. Eran fotos colgadas en las paredes de mis recuerdos. Esa conexión me hizo entender que no solamente mis reflexiones de los juguetes, el clima y las historias de personas importantes en  mi vida, eran suficientes para escribir. Necesitaba algo más que un motor que se activaba con fuerza cada vez que mi corazón estaba débil. 
 
Una de mis lectoras favoritas me decía que amaba mi escritura porque le tocaba el corazón. En ese momento me pregunté si podía tener la capacidad de escribir con menos llanto y con más risa. Así que empecé a tratar de dar pequeños saltos en la forma de construir mis textos, con el cuidado de que no se vieran disfrazados con zapatones, caras blancas y narices rojas. Me acerqué a la ironía de la vida, con el miedo a fracasar en mi poesía romántica y existencial que tanto le gustaba a mis lectoras incondicionales. Aunque la narrativa hacía parte de mi intimidad, no sabía que también podía ser parte de mi mundo profesional.
 
Un día en una clase de un colega docente, habló de su Maestría en Escrituras Creativas y yo como una niña que no sabe si rayar con lápiz o con esfero, le pregunté, anoté y busqué información para saber si eso complementaría mi profesión o le pondría un peldaño a mi vida personal como escritora. En ese primer intento la academia no abrió y esperé por un buen tiempo, casi dos años. Mientras tanto seguí escribiendo historias para quienes se entretenían con ellas. Era un mundo lleno de fantasía y empezaron a leerme personas desconocidas. Escribía pensando que ya sabía caminar y cargar mi maleta como escritora. Me sentía de las grandes del salón del colegio, pero yo por lo menos y en el fondo de mi corazón, quería formarme y estudiar para aprender a escribir de verdad. Quería ser la primípara universitaria en la escritura. 
 
Fue así como un día la voluntad de mis deseos se enfrentaron nuevamente a la voluntad del de arriba. En medio de una pandemia perdí mi corazón y la escritura se reveló en su esplendor. La retomé casi a manera de hábito y florecieron mis ganas de hacerlo para mí y no para los demás. Era terapéutica, liberadora y parte de un mundo hecho solamente en mis cuatro paredes.
 
En ese momento sentí que ya no pertenecía al colegio. Mi ego me hizo creer que estaba creciendo. Participé en varios concursos de escritura y descubrí una cantidad de ritmos musicales que me empezaron a abrir los ojos. Me reté en los tiempos, en los temas, en  los personajes e incluso en mis realidades. Vi el camino largo que aún me faltaba por recorrer.
 
Mis textos empezaron a convertirse en relatos que no tenían fantasía sino ficción. En ese momento la academia apareció y abrió sus puertas. Me inscribí a la maestría y llegar a ella fue como un boom de quipitos en la boca que explotaron en distintas direcciones. Cuando sentí que estaba sentada en una silla de la universidad de la escritura, me di cuenta que aún seguía en el colegio, casi en el jardín. Tuve que aprender a leer de verdad, a escribir, a borrar, a no utilizar esfero sino lápiz. Me encontré con textos que a veces me daban ganas de patear como las loncheras del colegio y con otros textos que no sabía que se merecían medallitas de honor. 
 
Aunque no sé si ya estoy por graduarme del colegio, creo que la teoría, la experiencia y los académicos que van llegando, me están ayudando a elegir el medio de transporte a donde quiero llegar. No sé cuánto me demore el viaje, siento que voy en tren, pero me gusta sentir que cada vez que asomo la cabeza por la ventana, veo las estaciones, tierras desconocidas y recuerdos olvidados. Es un recorrido por tantos lugares que a veces me dan sueño en clase y quiero salir corriendo. Otras veces quiero que todo desaparezca para escribir durante horas. Son estaciones que van y vienen como el caballo desbordado al que un profesor se refirió sobre mis textos: "Tienes que atajarlo porque se te puede desbocar..."  Sin duda creo que tiene razón. Por eso creo que estoy en el punto en el que sigo usando la regla, el lápiz y el corrector para escribir como lo hice desde el primer día: sin prisa, con buena letra y con el corazón.