Mi abuela murió tres meses después de cumplir cien años. Años de vida, no de soledad. Días antes le escribí una carta tratando de recopilar su historia en apenas tres páginas. La compartí con mi familia y le gustó tanto, que me pidieron volver esas páginas como palabras de despedida el día del entierro. Completé el texto y terminaron siendo seis páginas. Cada vez que tomo los textos y nuevamente los leo, siento la necesidad de agregar historias para que la gente conozca lo maravillosa que fue su vida. Es como un imán que me atrapa pero siempre me hace falta carga magnética para sentir que es son las palabras definitivas. Cien años llenos de vida, de experiencias, personas que pasaron a su alrededor, lugares y de un legado familiar, que se fue y se ha ido multiplicando a medida que va pasando el tiempo. Hasta el día que le escribí una carta a mi abuela, me hice consciente de la complejidad y responsabilidad de plasmar de manera acertada en el papel, cien años de vida.
¿Será esta experiencia de verbalizar lo que pasa durante un siglo de vida, es la que nos hace reflexionar sobre nuestra existencia y lo que le dejaremos a nuestras familias? ¿Cuál será la magia que existe detrás de ese número cien que nos quita un poco el aliento? Supongo que escarbar en el pasado, raspar las paredes de la casa de nuestra niñez, identificar las generaciones, conocer las fallas familiares y abrir las maletas de los viajes de la vida, nos apasiona cuando sentimos que estamos llegando al punto en el que la soledad parece estar asomándose por la ventana.
Hay días en los que me despierto con tanta necesidad de contar su historia, que ya no sé si la protagonista es mi abuela, son mis tíos, es la casa de visita los domingos o simplemente si soy yo. Tal vez pongo parte de mí en los personajes. Hablar del número cien en la literatura, es pensar inevitablemente en Gabriel García Márquez y sus “Cien años de soledad”. Un nombre que parece hacer parte de los tatuajes y apellidos del mundo literario. Es una historia que queremos bajar del realismo mágico para guardarla en la realidad colombiana de una “selva humana desbordada” como diría José Miguel Oviedo en el Magazine Dominical El Espectador en 1967 , el mismo año de la primera publicación.
La historia del pasado del autor creo que es el primer punto conector para confrontar mi experiencia como escritora con la vida de Gabriel García Márquez. Sin duda no espero ser como él, pero espero “hacer más feliz la vida a un lector inexistente” como él mismo lo afirmó. Cuando descubrí cómo su abuelo influyó profundamente en su futura visión del mundo con simbologías y cómo le hacía consultar el diccionario palabras que desconocía , comprendí aún más por qué su obra llegó a mi vida de dos maneras tan distintas tanto en mi juventud, como en mi adultez.
En mi adultez, hasta hace pocos meses volví a leer el libro y tuve una visión distinta del imaginario que conservaba en mi adolescencia. Así como me gustó más, me dolió peor. Descubrí cómo el autor podía darle tanta vida a la muerte, a la soledad y a la tristeza. Me identifiqué con algunas características de sus personajes y adicional a eso, comprendí cómo ellos eran un espejo triste de la historia y la cultura de mi país. Niñas que comían tierra, tesoros escondidos debajo de la cama, pescaditos de oro convertidos en monedas y casas selladas que me recordaron la superficial lectura que hice la primera vez al libro en mi adolescencia. Treinta años después vuelvo a ese lugar y lo único que siento es un profundo dolor descrito en un legado familiar de adultos a los que se les envejece no solamente el cuerpo sino que se les pudre el corazón. Por ese motivo quiero escribir historias que le hagan honor al legado que mi abuela dejó, con la premisa del premio Nobel de Literatura: escribir para hacer más felices a las personas, pero opuesta a su obra de soledades y dolores en el alma. El mejor ingrediente de Gabriel García Márquez es el realismo mágico. Con ese y con el poder del amor, quiero lograr sinestesias y anáforas en la vida de las personas. El problema es que ese poder tiene nombre propio y cuando se nombra está cargado de amores y odios, de historias reales y metáforas, uno que también viene con palabras mágicas en un diccionario a modo de testamento lleno de Epifonemas. Hablar del amor de Dios a través de cien años de “compañía”, es una exageración y un propósito ambicioso con el que no pretendo vender en una semana más de ocho mil ejemplares y en tres años quinientos mil, ni que se traduzca a más de veinticinco idiomas, que gane seis premios internacionales o que reciba un premio Nobel de Literatura. Solamente quiero escribir con esa misma pasión de hacer de lo extraordinario algo natural y con esa humildad con la que se encerró Gabo durante diez y ocho meses para hablar de su familia. Una auténtica, llena de generaciones y personajes que personalmente me hicieron feliz en el oxímoron de sus figuras literarias.
Aún faltan cuatro años para cumplir un siglo del nacimiento de este grandioso escritor que posiblemente seguirá durante siglos siendo un caso de estudio. Pero estoy segura de que los jóvenes de ahora están leyendo alguna obra que será digna de un premio nobel de literatura y aún no lo saben. Tal vez es un libro que está reposando en la biblioteca casi sin usar o posiblemente está gastado en las esquinas, subrayado con resaltador o con algunas hojas rotas. Y si aún ese libro no se ha escrito, espero que este mundo en cien años siga apoyándose en una grandiosa obra literaria como lo es Cien años de Soledad. Que sea otro clásico de la literatura colombiana y hable de nuestra actual cultura colombiana, donde un nuevo género literario sea el ingrediente secreto para endulzar las lecturas de los que hacemos parte de los controvertidos cambios de siglo.
Gracias Gabo por tus cien años de autenticidad.
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