Empecé escribiendo, sin saber caminar, hablando de mis juguetes, del clima y de la vida. La verdad lo hice con el corazón. Mis juguetes estaban llenos de experiencias personales con mi trabajo. El clima se iba transformando con el sol de las mañanas de mi familia, las estrellas de la noche, con mis amigos o con la miel mi relación que en vez de ser una luna llena, era tan inestable como una gelatina. Esa necesidad de expresar lo que mi mente relacionaba con la realidad y la fantasía, era y es una necesidad constante que no me deja desconectar de la escritura.
Luego de pasar por varias estaciones, atardeceres y amaneceres, salté con mis textos describiendo a las personas, como si fueran “hojas de vida”. Convertí mis textos en dedicatorias personales a quienes tocaron mi corazón. Me gustó recordarles los momentos que yo tenía en mi mente. Eran fotos colgadas en las paredes de mis recuerdos. Esa conexión me hizo entender que no solamente mis reflexiones de los juguetes, el clima y las historias de personas importantes en mi vida, eran suficientes para escribir. Necesitaba algo más que un motor que se activaba con fuerza cada vez que mi corazón estaba débil.
Una de mis lectoras favoritas me decía que amaba mi escritura porque le tocaba el corazón. En ese momento me pregunté si podía tener la capacidad de escribir con menos llanto y con más risa. Así que empecé a tratar de dar pequeños saltos en la forma de construir mis textos, con el cuidado de que no se vieran disfrazados con zapatones, caras blancas y narices rojas. Me acerqué a la ironía de la vida, con el miedo a fracasar en mi poesía romántica y existencial que tanto le gustaba a mis lectoras incondicionales. Aunque la narrativa hacía parte de mi intimidad, no sabía que también podía ser parte de mi mundo profesional.
Un día en una clase de un colega docente, habló de su Maestría en Escrituras Creativas y yo como una niña que no sabe si rayar con lápiz o con esfero, le pregunté, anoté y busqué información para saber si eso complementaría mi profesión o le pondría un peldaño a mi vida personal como escritora. En ese primer intento la academia no abrió y esperé por un buen tiempo, casi dos años. Mientras tanto seguí escribiendo historias para quienes se entretenían con ellas. Era un mundo lleno de fantasía y empezaron a leerme personas desconocidas. Escribía pensando que ya sabía caminar y cargar mi maleta como escritora. Me sentía de las grandes del salón del colegio, pero yo por lo menos y en el fondo de mi corazón, quería formarme y estudiar para aprender a escribir de verdad. Quería ser la primípara universitaria en la escritura.
Fue así como un día la voluntad de mis deseos se enfrentaron nuevamente a la voluntad del de arriba. En medio de una pandemia perdí mi corazón y la escritura se reveló en su esplendor. La retomé casi a manera de hábito y florecieron mis ganas de hacerlo para mí y no para los demás. Era terapéutica, liberadora y parte de un mundo hecho solamente en mis cuatro paredes.
En ese momento sentí que ya no pertenecía al colegio. Mi ego me hizo creer que estaba creciendo. Participé en varios concursos de escritura y descubrí una cantidad de ritmos musicales que me empezaron a abrir los ojos. Me reté en los tiempos, en los temas, en los personajes e incluso en mis realidades. Vi el camino largo que aún me faltaba por recorrer.
Mis textos empezaron a convertirse en relatos que no tenían fantasía sino ficción. En ese momento la academia apareció y abrió sus puertas. Me inscribí a la maestría y llegar a ella fue como un boom de quipitos en la boca que explotaron en distintas direcciones. Cuando sentí que estaba sentada en una silla de la universidad de la escritura, me di cuenta que aún seguía en el colegio, casi en el jardín. Tuve que aprender a leer de verdad, a escribir, a borrar, a no utilizar esfero sino lápiz. Me encontré con textos que a veces me daban ganas de patear como las loncheras del colegio y con otros textos que no sabía que se merecían medallitas de honor.
Aunque no sé si ya estoy por graduarme del colegio, creo que la teoría, la experiencia y los académicos que van llegando, me están ayudando a elegir el medio de transporte a donde quiero llegar. No sé cuánto me demore el viaje, siento que voy en tren, pero me gusta sentir que cada vez que asomo la cabeza por la ventana, veo las estaciones, tierras desconocidas y recuerdos olvidados. Es un recorrido por tantos lugares que a veces me dan sueño en clase y quiero salir corriendo. Otras veces quiero que todo desaparezca para escribir durante horas. Son estaciones que van y vienen como el caballo desbordado al que un profesor se refirió sobre mis textos: "Tienes que atajarlo porque se te puede desbocar..." Sin duda creo que tiene razón. Por eso creo que estoy en el punto en el que sigo usando la regla, el lápiz y el corrector para escribir como lo hice desde el primer día: sin prisa, con buena letra y con el corazón.
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