“Nous sommes sur le point d'atterrir. Veuillez retourner à votre poste et attacher votre ceinture de sécurité”, anunció la asistente de vuelo por el altavoz. Once horas suspendida en el cielo y al fin Ana tocaría su destino soñado.
Dos meses atrás, un hombre con ojos de mar y pelo de sol, la había invitado a la ciudad de la luz. Ella contaba los días como si deshojara los pétalos de una margarita. Jamás había salido de su país, jamás había viajado en avión y ahora todo se hacía realidad. Pero una semana antes del viaje, aquel hombre ahora tenía una mirada gris y su pelo había perdido el color. No contestaba sus llamadas, no respondía sus mensajes ni tampoco pronunciaba palabras. Afortunadamente el día del viaje la llamó solamente para confirmar la hora de encuentro en el aeropuerto. Ella, desconcertada por su silencio, horas después se encontró con él y con monosílabos subió al ave blanca que sabía la llevaría al cielo. Como todo un francés envuelto en su propio ego, la saludó, se sentó a su lado y durante 11 horas no salió palabra alguna de su mudo y desabrido rostro. Pero ninguna de sus expresiones resecas, le quitarían la emoción de ese momento inolvidable a Ana.
No importaba el orgullo de él o que la hubiera ignorado durante todo el trayecto. El tiempo transcurrió lentamente y por fin desde la ventana del avión, el sol se asomó sobre su sonrisa y le puso a sus pies la luz de la ciudad. Su corazón palpitaba como el de una bebé recién nacida y su respiración parecía suspendida. Contenía su locura y contenía las lágrimas evitando avergonzarse por su emoción.
Ana movía sus ojos como un pez veloz en el agua, tratando de encontrar desde la ventana, la princesa de hierro que se alzaba a más de trescientos metros. Entre los copos de nieve que se mezclaban a kilómetros de la tierra, sus ojos continuaban persiguiendo la cartografía, tratando de encontrar a su forma favorita… Era un baile de cisnes desde el cielo hasta la tierra.
Mientras el hombre a su lado se desvanecía cada vez que transcurrían los minutos, por fin la sinfonía tocó la nota perfecta de ese pentagrama de edificios en la capital francesa. “Mírame… yo te haré feliz”. Esas fueron las palabras que ella escuchó en su cabeza del cisne de hierro negro. La torre soñada, se había declarado como la obra más importante de ese país soñado, de ese momento y de ese vuelo de once horas. Un viaje al lado de una sombra que no pronunció palabra alguna. Una conversación que jamás inicio y nunca terminó.
Ese fue el viaje más extraño de dos mundos desconocidos. El vuelo más largo para él y más corto para ella. El quiebre de lo que ella imaginó que sería un romance en la ciudad de la luz y el mejor recuerdo y más extraño de su existencia. La torre Eiffel sería de ella. No sería de nadie más sino de ella. La sombra masculina desplegada en la silla de al lado, se desintegró como polvo.
Conocer París de esa manera, le permitió recorrer un país entero, sin miedo, sin idioma y sin dependencia. Respiró el aire frío de árboles sin hojas. Habló durante horas con los Campos Elíseos, recorrió los pinceles de las artes decorativas, se escabulló entre la revolución francesa y renació entre las calles de andenes angostos y puertas de madera. El vino fue su mejor beso y los canales del río Sena se grabaron en su memoria como el primer y mejor destino de su juventud. Una torre para una princesa, fue suficiente para sentir que algo de ella, se quedaría para siempre en ese lugar. Paris.
*Consigna día 1 para el 6to Mundial de escritura. Escribir a partir del "un país extraño".
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