Era un frío que penetraba hasta los huesos. Esta vez estaba preparada, chaqueta de plumas, pasamontañas, guantes, botas pantaneras y un lento caminar. El viento apenas rozaba mi piel y la brisa esponjaba mi pelo. Las calles eran pequeñas con escaparates de ventanas grandes y algunos turistas entraban y hacían sonar las campanillas de las puertas. Sonreía, el vaho se desvanecía y mi respiración lentamente se agitaba por estar nuevamente ahí.
Fue mejor, 20 años después y mi corazón estaba más fuerte. Lo que me hacía caminar con tanta emoción era el presente, ya no era el futuro. Bicicletas aparcadas en las entradas, pequeños canales entre las calles y luces reflejadas en el agua, era música para todos mis sentidos.
Terminaba el otoño y empezaba el invierno, las hojas no alcanzaban a quebrarse, simplemente se doblaban con la lluvia. El tiempo parecía no importar, la soledad tampoco. Ya estará él, pensaba, ya llegará el momento, mientras tanto sigue sonriendo como lo sabes hacer.
Me detuve en una vitrina de cajitas de distintos tamaños, imaginé que era uno de mis sitios favoritos de papeles y herramientas para pintar, pero las letras impresas con tinta dorada, las cenefas, las paletas cromáticas y la armonía de los empaques me hicieron dudar. Me detuve al instante.
Levanté la mirada, la luz amarilla al fondo del vidrio, la mezcla de la madera y la sonrisa de la gente, me empujaron como un imán. Ahora era yo quien hacía sonar las campanitas. Imaginé que yo sería la imagen momentánea de alguien que entra, destella, se va y nunca más se vuelve a ver. Pero no, mi mente se burló de mi romanticismo repetido y me aterrizó. Aquel lugar era un café tan diminuto que lo que menos importaba era "quién", sino era "qué".
El olor de un pan caliente con una taza de café, serían el paraíso en ese atardecer de frío. Me senté en una barra que en la pared del frente seguía replicando las cajitas de colores y solamente hasta ese instante pude comprender el cuidado de empacar detalladamente su contenido: pastillas de chocolate. Era la magia de los holandeses para no sólo hacer, sino para empacar los mejores chocolates.
Liberando mis rizos, separando mis guantes y abrazando esa taza, ese instante térmico se convirtió en algo inolvidable. Podría volver con mi recuerdo, revivirlo y repetirlo una y mil veces más. Su aroma, su fogata en mis manos, su calor en mi cuerpo, su abrigo en mis labios, fue como un beso con sabor a chocolate.
2da parte: http://lilobp.blogspot.com/2021/02/imaginario.html
*Ejercicio para la clase de Narrativa de la Maestría en Escrituras Creativas
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