martes, 8 de junio de 2021

El gesto del Nono

Las manos de mi abuelo eran pesadas y grandes. Su expresión de afecto cuando yo tenía casi nueve años, era una caricia fuerte sobre mi cabeza que terminaba en mi barbilla de manera fuerte y densa. Así eran las caricias de los abuelos santandereanos, o por lo menos eso fue lo que siempre creí en mi realidad de niña. Cuando lo venía venir yo agachaba mi cabeza con algo de temor porque sus manos eran demasiado pesadas, pero sin duda, amaba las caricias de mi abuelo. Abrazarlo con mi estatura de menos de un metro y por su contextura enorme, era no poder unir las manos al rodearle la cintura, pero era sentir su calor humano cuando me saludaba. Siempre se le veía caminar a paso lento, con unas llaves ruidosas colgando de uno de sus bolsillos. Casi no levantaba los talones para caminar y me imaginaba que era por el peso de su grandota barriga. Era como un familiar lejano de Papá Noel. Tenía el pelo, la barba y el alma blanca. Era un ángel en la tierra, como un eje del universo. Su espíritu tranquilo hacía que las aves caminaran por sus hombros, llegaran a su manos y ahí tomaran su alimento o bebieran agua de cualquier tapa pequeña de gaseosa. Él hablaba con las aves y hasta le picaban la lengua, como caricias sin manos. Era una conversación entre la humanidad y la naturaleza. Loros, pericos australianos, amarillos, verdes, azules, naranjas y de mil colores, sincronizaban su canto cuando lo veían llegar. En sus jaulas blancas cada uno tenía una tacita de arroz y un dispensador de agua elaborados por él mismo. En el solar de su casa, se veían los pajaritos, las flores de mi abuela y los mimos de él, del "nono". Así le llaman cariñosamente a los abuelos en Santander, Colombia. 


Cada mañana se levantaba muy temprano a darle a cada una de sus aves su ración de comida, a cambiar el papel periódico de las bases de las jaulas, a revisar la cantidad de agua y a consentirlas como si fueran sus hijas. En cada una de esas actividades mi abuelo tenía una manera particular de morder la lengua. Era una expresión inconfundible que con los años algunos de mis tíos fueron adquirieron con el tiempo. La forma de morderla mientras le daba de comer a sus aves o para todo tipo de actividad que exigiera concentración, se volvió su gesto característico. Para armar los refrescos que vendía cada semana, para colgar las gallinas despellejadas en el patio de la casa, para cortar los moldes de los cartones del almacén, para todo. Así poco a poco generación tras generación fue adoptando ese gesto para otras distintas actividades. Sus hijas mujeres lo adquirieron para cocinar la pepitoria, para la carne oreada, para pelar la yuca, para cortar la carne en los asados, para servir en manada a toda la familia, para lavar las ollas y finalmente para dejar limpia la mesa después del almuerzo. Los hombres también adquirieron ese gesto para hacer actividades en el cuarto de la herramienta, para arreglar los jardines de la finca, para armar la casa en el aire de los hijos, para darle de comer a los nuevos pájaros o simplemente al barrer las hojas que caían de los árboles después de las tormentas de lluvia. 

Ese gesto, siempre será el recuerdo que mejor identificó corporalmente a mi abuelo cuando realizó cualquiera de sus oficios. Al hombre que cada vez se volvió más blanco, de contextura grande, de pasos lentos, de manos pesadas, de silencios constantes y sonrisas tenues. Mi abuelo Luis, el nono, el jefe de la manada, era el hombre de ojos azules como los del cielo, que recordaré cada vez que vea a alguno de sus hijos, nietos o bisnietos, mordiendo la lengua de la manera como solamente lo hacía él.


*Consigna día 8 del Cuarto Mundial de Escritura asignado por Rafael Otegui: Escribir sobre un gesto puntual que revela las características de un personaje.





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