Empecé con dos maletas gigantes, compradas exclusivamente para guardar las camisas, cremas, perfumes, ropa de bebé, chalecos, zapatos y diversas ofertas luego de un Black Friday. Luego de varios meses, empezaban a estorbar, así que tuve que regalar una y la otra, utilizarla para guardar las colchas, cobijas y almohadas de la casa.
Decidí pasarme al morral de viaje europeo. En ese cabía el sleeping para acampar, los sacos para el frío, las chaquetas, los guantes térmicos, los impermeables, los gorros, la sombrilla, la ropa, los libros, los regalos para la familia y los amigos. Eran tantos, que debí replantear el tamaño de mi equipaje.
Así que volví a la maleta de rodachines. Cambié el destino para bajar el peso y espacio de la maleta. Aparecieron las pantalonetas, las camisetas de tiras, los vestidos vaporosos, las sandalias delgadas, el vestido de baño, las gafas de sol, el pareo, el sombrero para el sol, el secador, el cepillo y la plancha de pelo. El clima exigía el agua de rosas, el aceite de ricino, el exfoliante, el bloqueador solar y la crema del rostro y el cuerpo. Adicional a eso, me encargaron las arepas de la abuela, las cocadas de dulce, el encargo para las sobrinas y el libro que faltaba por leer.
En cada uno de ellos, llevaba adicional un bolso de mano con el computador portátil, los cargadores, el mouse, el mouse pad, el maquillaje, el libro para el avión, el cuaderno de apuntes, los bolígrafos de colores, el antibacterial, la crema mini de manos, el cepillo y crema de dientes, los audífonos, las llaves, las monedas y por supuesto la billetera.
En cada viaje mi hombro derecho empezaba a ladrar, así que tuve que buscar un morral de doble correa que pudiera llevar en mi espalda. Percatarme que la maleta tuviera rodachines verticales para poderla desplazar con facilidad. Pasarme a los tenis, a la camiseta y al bolso terciado.
Pero aún así mi cuerpo estaba agotado, me dolía la espalda, mis dedos se iban cansando de cargar las maletas, perdía la fuerza de mis brazos, prefería los ascensores y las escaleras eléctricas. Los viajes parecían lugares encantados que con pequeños detalles me hacían cambiar el rumbo. Y fue así como un día perdí la fuerza, sangré, mis brazos soltaron las maletas, mis tobillos se sintieron débiles y mis rodillas no aguantaron más. Caí en ellas, puse todo el peso de mi cuerpo sobre las piernas y mi espíritu suspiró. En el suelo, lloré, no sabía por qué, no entendía qué me gritaba mi cuerpo, no sabía qué debía llevar, ni hacia dónde ir. Sentí que había perdido mi destino, me sentí vacía, despreciada, sola y con un dolor profundo que se confundía con el peso de las cosas que llevaba entre mis maletas. Fue ahí donde entendí, que debía vaciarlas, sacar todo porque al final no me llevaría nada. A donde algún día llegaría, no necesitaría nada. Lo único que necesitaba era la fuerza de mi corazón. Esa fuerza que me hizo ponerme de pie para darle firmeza a mis tobillos delgados, a mis piernas, mi vientre, mis rodillas y mis dedos frágiles. Levanté mi pecho y mi corazón palpitó, miré al cielo y un baldado de energía se encargó de cargar todas y cada una de mi maletas por mi. Ahí entendí que era momento de Aligerar mi equipaje. Así lo hice, así lo hago y así espero hacerlo de ahora en adelante.
*Consigna día 4 del Cuarto Mundial de Escritura asignada por Sol Dellepiane: Escribir sobre intersección de la trama de un libro y nuestra propia vida. El libro que elegí se llama: Aligera mi equipaje y me lo prestó una de mis hermanas.
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