El dueño del apartamento estaba decidido a terminar el contrato de renta. No importaba la cláusula de incumplimiento o los 10 años que Esteban llevaba viviendo en ese apartamento, ni lo bien conservada que él la tenía. Simplemente un día sin ninguna explicación, le solicitó a la señora Lisa, la administradora del edificio, que se encargara del tema y que hiciera lo que tuviera que hacer para que el residente lo desocupara.
La mujer, muy cercana a la tercera edad, de mirada lenta, como una morsa que mira a media asta y enmarcada con anteojos de rosario colgante, mantenía por completo la distancia con los residentes del edificio Monticello. Permanecía diariamente en su oficina de documentos administrativos, sentada en su sillón de cuero, con un saco verde amargura que siempre colgaba sobre sus hombros. Solamente se levantaba del sillón con su bastón de empuñadura curva y sin mucho afán, se dirigía a los apartamentos con cartas de reclamos para los residentes.
Una tarde de abril, el señor Esteban, residente del apartamento 1002, sin saber lo que la señora Lisa le notificaría, decidió comprar una cama nueva. Se deshizo de la vieja y desechó en el contenedor de basura de la terraza del edificio, todas las partes de manera muy precisa y organizada; tal como lo indicaba el reglamento de convivencia. Dos días después, recibió una carta de la señora Lisa, indicándole que el incumplimiento de la cláusula de desechos, había sido violada y que debía pagar una multa de 250 dólares por haber dejado elementos que excedían el tamaño del contenedor.
A Esteban mientras leía la carta, le iba cambiando lentamente su expresión corporal, su color de piel llegaba al rojo cereza y su respiración agitada se incrementaba exponencialmente. Al terminar de leer el texto, expulsó un grito tan fuerte que hasta los gatos del vecino y su perro se escondieron debajo de la mesa. "Administradora hija de la gran puta". Con la ira recorriendo por sus venas brotadas como mangueras sanguíneas, caminó por el corredor con pasos de Rottweiller, hasta llegar al contenedor de basura. Nada de lo que había dejado en perfecto orden, estaba de la misma manera. Se encontró con todos los restos de su cama vieja regados por el suelo, las tablas incompletas e incluso los cartones de la cama nueva, estaban rasgados. Con la fuerza de 500 caballos de fuerza, llevó nuevamente cada una de las partes a su casa. Casi quebrando el techo, rayando el piso y golpeando las cornisas, luego de una hora, nuevamente estaba la cama vieja otra vez en la sala.
El olor impregnado del calor de dos días en las tablas al aire libre, pensando que era basura sacada de un contenedor y hasta las deposiciones de las palomas en los bordes de las tablas, lo llenaban más de ira, desespero e impotencia.
Sentado en el sillón negro de su sala, rendido por algo que parecía una guerra con la morsa de anteojos, escuchó que alguien estaba de pie detrás de la puerta de entrada. Deslizaron una carta por debajo de ella. La señora Lisa le notificaba la decisión de desocupar el apartamento máximo en 15 días y que era una decisión irrefutable por parte del arrendatario. Sin duda, ese había sido el peor día de tolerancia residencial de su vida. Sin alientos, sudado, con más canas y casi con una gastritis, se rindió ante el momento y sus emociones se fueron mezclando triste y lentamente con sus recuerdos de 10 años vividos en ese lugar.
Como una película en reversa y en cámara lenta, vio destellos de la primera vez que la habitó. Un apartamento de vista increíble, espacios abiertos, temperatura perfecta, momentos en familia, tardes con amigos, muebles con estilo, repisas con carros de colección, cuadros perfectamente alineados, iluminación sincronizada, olores a hogar, pero lo más importante: su intimidad. Recordó el día que compró esa cama vieja. Imaginó los niños que no nacieron orinando el colchón, las mujeres desconocidas que pasaron y no pasaron por ella, los tornillos que hicieron falta y sobraron al armarla, las tablas y las varillas sueltas, las infinitas lágrimas de las almohadas en su soledad, los silencios retumbantes de los domingos y las promesas perdidas, que se entrelazaron en noches que parecían no tener nuevos despertares.
En es instante algo hizo que el aire cambiara de color y olor. Su mascota estaba orinando las tablas de la cama vieja. Esteban no sabía si reír o llorar. Fue así como ese momento recordó que la señora Lisa vivía a 10 cuadras en un edificio que tenía contenedores de basura públicos. Ese bombillo encendido y de lucidez ahora solucionaba las canas, la gastritis y el estrés de ese día. Así que se llenó de ganas, levantó cada una de las tablas de la cama vieja, con los orines del perro, los excrementos de paloma, los ácaros del tiempo y las malas vibras de la morsa de anteojos, montó y ató en la parte trasera de su auto las partes de la cama desbaratada. Salió como ladrón de banco, evadiendo los policías que prohiben el tránsito nocturno de basura y a las 10 cuadras, en el edificio de la señora Lisa, descargó en el contenedor todas las partes inservibles de su caja de Pandora, esas cosas que el tiempo ya debía llevarse. Por fin había botado la cama.
Al día siguiente, la señora Lisa debió reversar la multa, excusarse con el señor Esteban y comunicarle al dueño del apartamento que debía pagarle a su residente, 250 dólares por incumplimiento del contrato, por la solicitud de entrega inesperada del apartamento.
*Consigna día 2 del Cuarto Mundial de Escritura asignado por Luna Neuman: Escribir sobre una casa, sus objetos íntimos.
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