La luz palpitaba y podía escuchar la vibración de los filamentos.
Nos dividía una pared de aglomerado y una tela azul en el cubículo.
Las enfermeras se reían a carcajadas en la recepción.
Un anciano decía a gritos "Bueno, me voy". "¿Dónde está?" repetía.
Una adolescente acompañaba a su madre viendo videos de Tik Tok.
El fonocardiograma marcaba los pulsos del corazón.
No había agua para beber. Los vasos eran desechables.
El baño parecía público. Estaba sucio. Olía a orines.
Los dedos del enfermero del frente pulsaban las teclas de manera arrítmica. Hacía los informes de los pacientes.
La voz angelical de otra enfermera y sus rudos movimientos con sus manos, se confundían mientras le cambiaba el pañal a un paciente. Era ordinaria, grotesca, vulgar; cantando canciones de perreo mientras hacía su tarea de enfermera.
Él las puteaba. Quería irse. No entendía nada.
Una mujer dormía sobre su brazo en ángulo recto, sentada en una silla sin espaldar. La pared hacía lo suyo. Parecía un mueble más.
Las cobijas sobraban. Mi abuela tenía calor. Sudaba. Se las quité, intenté entender su temperatura corporal. No sé si lo estaría haciendo bien.
Ella se veía en paz. Yo no lo estaba.
Le acariciaba su mano. Quería que me hablara pero ya ni sus párpados se movían.
Le puse la camándula en la otra mano. Donde tenía puesta la cánula.
Que piel tan suave y delicada. Era hermosa.
Quería que me sintiera, que supiera que no estaba sola. Pero era yo quien no quería estar sola.
Respiraba con un gemido, como intentando hablar. Solamente respiraba.
Yo llevaba un libro para leer, pero mi mente no podía unir ninguna palabra.
Había un "Chocoramo". Mi favorito, pero tenía sed. Así no me daban ganas ni de comer.
Miraba sus labios secos y con una gasa los mojaba para refrescarla.
Me sentaba, esperaba, trataba de escuchar a Dios en el silencio.
Me paraba, intentaba caminar, suspiraba.
Acomodaba mi cuerpo en la silla de cubo, se me dormían las piernas. El sueño desaparecía. Qué ansiedad.
Pensaba que su último suspiro, sería conmigo. Pero no lo fue.
Quería hablarle, despedirme, decírselo bien, pero no sabía cómo.
Se repetía el sonido de la falta de suero del paciente perdido. "¿Estarán sordas las idiotas enfermeras?". Pensaba. Todas me parecían ajenas al dolor. Tan incompetentes.
Creí que no sería capaz, pero me calmaba. Me negaba a enloquecer.
Durante su vida jamás la vi quejarse. 100 años y ella siempre tan paciente. Yo con pocas horas de una noche tan difícil y me sentí desvanecer.
No tenía ganas de sonreír, no quería, pero sabía que ella necesitaba mi sonrisa.
Pensaba que esa situación era la peor. Sin habitación, sin privacidad, sin los de ella, sin los míos. No se lo merecía. Pero aún yo no lo entendía.
Sentía que la irrespetaban.
Le abrían la bata, la monitoreaban como a cualquier desconocida del hospital.
Le decían Ana. "¡Que así no la llamen!" me repetía. Quería gritarles. Estuve a punto, pero pensé que de pronto mi abuela podría escucharme. Sí se llamaba Ana, era su primer nombre, pero así nadie le decía. ¡No le digan Ana!.
La insensible enfermera le afirmaba que estaban contadas, que no había.
Que aguantara.
Absurda, incompetente, inhumana. Yo la juzgaba.
En la cama mi abuela tenía tres cobijas sin usar. Me demoré en reaccionar. Mi energía cada vez se reducía más y más.
La tomé, llegué al corredor. Eran casi las 2 de la mañana. La mujer y su hermana estaban en una camilla. Hacía un frío infernal.
Le pregunté si ella era quien buscaba una cobija. La mujer me miró. No hablaba. Me la recibió. Casi grita. Me dio un golpe con su mano abierta en mi brazo. Me agradeció con rabia y al mismo tiempo con emoción.
"Usted es persona" me dijo. Me dio otro golpe y seguía haciendo afirmaciones de la situación. Esas eran sus caricias. Su manera de agradecerlo. Yo necesitaba un abrazo y ese golpe fue suficiente para llenarme nuevamente de valor.
Casi lloro.
Fue ella quien me animó. Era Dios diciéndome que yo podía. Podía vivir ese momento. Estar ahí. Ver a la muerte convirtiéndose en vida.
Dos hermanas cuidándose una a la otra en un corredor, en ese triste y frío hospital.
Un momento bello, en medio de una noche. Una muy difícil. Una que llenó mis lágrimas de impotencia. Por el fin de la vida, por no entender el sentido del tiempo.
Tuvo que ser en medio de una pequeña y simple acción de amor.
Fue un golpe. Un gran golpe de amor.
Una grandiosa e inolvidable mujer desconocida, me dio el aliento que yo necesitaba para sobrevivir. Porque me sentí morir. A una situación mínima. A un momento difícil de mi caja de cristal. Pero era mi lucha. Era la vida de mi abuela que se desvanecía.
No era una lucha por la vida. Era una lucha por la impotencia de la situación.
Era mi conversación interior con Dios.
Pero como siempre, él me lo explicó. Me demoré más de 24 horas en entenderlo pero me lo explicó.
Fue una situación, de esas que el universo se vale para hablarme de Dios.
*Consigna día 6 para el 5to Mundial de escritura. Escribir y buscar la pequeñez, dentro de un gran momento de turbulencia.
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