viernes, 3 de julio de 2020

Mamelia

Entre 1910 y 1920 doña Graciliana y Demetrio, una pareja del campo y trabajadora, hicieron la tradicional tarea de reproducirse de manera exponencial y dieron a luz a Concepción, Marco Tulio, Dolores, Primitivo, Arcadio, Isidora, Segismundo, Dioselino y finalmente Amelia.

Mamelia como le decían a la menor de la casa, era mi abuela. Era voluntariosa, terca y bien mandona. Ese carácter es el recuerdo más contundente que tengo de ella. Mi abuela usaba siempre medias veladas de color café que se arrugaban en la parte inferior de sus zapatos de monja. Casi no se despeinaba y a veces dormía hasta sentada. Su pelo era negro y tan largo, que siempre se hacía una trenza que le llegaba hasta más abajo de la cintura. Siempre tenía el mismo tipo de ropa, una falda larga de color café con una camisa remangada, de golas blancas y una correa gruesa, con una hebilla metálica que me dejó varios recuerdos en mi adolescencia.

En su casa, guardaba detrás de la puerta de la cocina, comida para las ánimas, porque decía que había que tenerles comida. Pero el gato de la vecina se metía y se la comía. Ese día no había ni desayuno, ni almuerzo, ni comida. Siempre se levantaba como a las 4:30 de la mañana porque casi no le daba sueño, decía que dormir era de débiles. Cuando llegábamos a visitarla, se ponía las manos en la cintura y su cara era casi inexpresiva. Su saludo más cariñoso era levantar la quijada y con su mirada despectiva me revisaba de pies a cabeza. Recuerdo que cuando me acercaba a darle un beso en la mejilla, ella simplemente ponía la cara, como si saludar con un contacto físico conmigo, le fastidiara. 

Hablaba tan fuerte que parecía que siempre estuviera emberracada. Mi abuelo, Octavio, leía el periódico todos los días y hablaba entre lengua, quejándose de los godos y la ultra derecha. Eso, ella no lo soportaba. Un día estábamos jugando con mis hermanas en las sillas giratorias de la biblioteca, la silla se partió y mi abuela sacó un palo de escoba para darnos con tanta la fuerza que terminó partiéndolo de un sólo golpe en la espalda de mi hermana.

Como no podíamos entrar a la biblioteca, aprovechábamos cuando se iba y nos metíamos a tratar de bajar las muñecas que tenía escondidas en la parte alta de las repisas. Pero una vez se dio cuenta y nos puso una ratonera; el grito que pegamos fue tan fuerte, que los vecinos llegaron a preguntar qué había pasado. Ella salió diciendo que se había metido el gato de la vecina y que si no amarraban a ese hijueputa gato que se comía su comida, lo iba a meter en la alberca.

Durante muchos años, el plan era ir los domingos a visitarla, pero cuando mi abuelo Octavio la dejó por culpa de la vecina, mi abuela se volvió aún más amargada. No le gustaba prender las luces de la casa, ahorraba el agua del lavamanos con una vasija de plástico para reutilizarla. Y nos pedía que nos quitáramos los zapatos porque decía que si algún día volvía mi abuelo, el tapete debía estar intacto. Una vez llegué con un amigo costeño a su casa, que por supuesto no usaba medias, y le dijo que si no se quitaba los zapatos no podía entrar. Él apenado me dijo que no tenía medias, y ella fue y buscó unas medias y se las tiró por la cara. Desde ese día mi amigo la llama la abuela pecueca.

Mi abuela fue envejeciendo y entre mas vieja, más difícil se volvía. Tuvimos que traerla a la ciudad, pero ella no quería. Se puso tan brava que duró un mes encerrada y desconectaba el teléfono para que no la llamáramos. La nueva vecina nos contaba que cuando entraba tenía tan dañada la chapa que le tocaba golpear la puerta para que quedara bien cerrada. Cuando nacieron mis sobrinos los apodó los mocosos, esos dos niños le prendían todas las luces de la casa y le vaciaban las vasijas de los baños. Una vez sacó una manguera, les escondió los zapatos y los lavó con agua helada hasta sacarlos de la casa. Mi hermana duró 3 meses sin hablarle.

Cuando mi abuela cumplió 90 años, todos estábamos en la sala y le dijo a mi mamá que llamara a la vecina para preguntarle si ya se había muerto el gato. Mi mamá le contestó: "seguro ese gato ya se murió". Me pasó un frío por el cuerpo y le dije: abuela, y por qué el gato? y me dice: porque acuérdese que cuando yo me muera, la voy a estar mirando desde arriba y le voy a halar las patas por andar preguntando pendejadas. Esa noche me fui para mi casa con el susto entre pecho y espalda. Como a media noche sonó el teléfono y era mi abuelo Octavio diciendo que la abuela se había muerto, que ya estaba con el gato de la vecina. Mi mamá me contó que su ropa interior tenía tantos remiendos que no se sabía cuál era la pieza original. Esa y las siguientes 5 noches dormí en el cuarto con mis papás y para poder volver a dormir, tuve que ir a una iglesia a rezar por mi abuela y por ese hijueputa gato.




*Escrito para el II Mundial de Escritura / Consigna día 3: Mi abuela es un lobo feroz





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